Democracia oligárquica
Moncloa controla ya la apisonadora anímica de los televisores. Amenaza, sin disimulo, al área digital, en la cual ve los últimos rescoldos de resistencia a sus dictados. Controlar Telefónica es disponer de la herramienta tecnológica de mayor peso en nuestro país
Joe Biden, presidente poco memorable, tuvo, al cabo, un momento de brillantez: su discurso de despedida. Ignoro a quién encargó redactarlo. Con seguridad, a alguna de esas cabezas académicas que son el capital más precioso de la sociedad estadounidense. El diagnóstico que del presente mundial desarrolla es, en cualquier caso, irrefutable: vivimos en el confín del ciclo al cual, desde 1948 y el inicio de la Guerra Fría, hemos venido llamando «democracia». Mantenemos el término como cascajo huero. Sucede así siempre en el lenguaje: cuando una realidad no prevista emerge, preservamos para ella palabras del tiempo mismo que esa realidad entierra. Y las palabras se truecan en cosa muerta y solo sirven ya para ocultar malamente que no tenemos ni idea de qué pueda ser esto que está viniendo. Seguimos hablando de «democracia». Pero, ¿de qué hablamos?
Recupero aquí los pasajes axiales de ese discurso-epílogo de hace cinco días:
a) «Hoy se está configurando en Estados Unidos una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que amenaza literalmente toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicos».
b) «Los estadounidenses están siendo sepultados bajo una avalancha de desinformación e información falsa que permite el abuso de poder».
Claro está que, en la despedida de Biden, es el resquemor por la derrota sufrida lo que fuerza al vencido a hacer explícito lo que, en momentos de viento favorable, jamás hubiera confesado. Y que va mucho más allá de los Estados Unidos. La constancia de que la potencia autónoma de la ciudadanía, como exclusivo sujeto constituyente de lo que habíamos venido llamando «democracia», se ha extinguido. Y que, en su lugar, asistimos, por todo el planeta y en distintos grados de perfección, al alzado de gigantescos poderes económicos que, por primera vez en la historia moderna, pueden hablar de tú a tú a la máquina colosal del Estado: esa que, desde el inicio de las revoluciones burguesas, ponía su virtud en, siendo sin comparación más potente que cualquier sujeto privado, tener la capacidad de imponer el equilibrio y contención entre todos.
Hoy, en el mundo digitalmente desdoblado de los grandes dispositivos telemáticos, no hay Estado que, en rigor, pueda afrontar con certeza de victoria un choque contra la media docena de grandes empresas tecnológicas. Y todas ellas juntas están capacitadas para desencadenar un apagón universal al cual ningún poder político sobreviviría. En ningún punto del planeta. Llamamos democracia, hoy, a la forma menos cruenta de una hermética oligarquía. En sus manos se ha consumado todo aquello que, hace ahora un siglo, fuera el sueño dorado en el que fracasaron los modelos totalitarios: un poder económico bajo cuyo control perfecto hayan quedado todos los dispositivos de difundir información, de construir universos imaginarios, de configurar conciencias a medida.
Lo que en los Estados Unidos reviste forma de una amenaza apocalíptica, se diluye en gama apagada de grises extinciones, cuando hablamos de un continente, Europa, del que ya poco queda más allá de un ilustre nombre y de una batahola funcionarial con sede en la opereta de Bruselas. Y se trueca en escombrera, cuando nos asomamos al triste basurero de la Moncloa.
Si alguna duda podía aún alguien albergar, el abordaje de Pedro Sánchez a Telefónica pone bajo luz cenital la versión española de ese gran proyecto oligárquico. En el que el primer ministro español busca introducir una variable, que apunta hacia el cesarismo: la doble apropiación política de los núcleos económicos de mayor envergadura, y el cierre total del control sobre la información y la distorsión anímica, bajo mando único con sede en la presidencia del gobierno. Telefónica era, para eso, el nódulo estratégico. Tras su caída en manos sanchistas, lo que se apunta es el proyecto de una oligarquización del poder, de inequívoca vocación neo-totalitaria.
Moncloa controla ya la apisonadora anímica de los televisores. Amenaza, sin disimulo, al área digital, en la cual ve los últimos rescoldos de resistencia a sus dictados. Controlar Telefónica es disponer de la herramienta tecnológica de mayor peso en nuestro país. El conglomerado económico-mediático del gobierno sanchista, de consumarse, no tendría equivalente en el viejo continente.
Sánchez podría entonces lanzar su envite final. Y la destrucción de los últimos residuos informativos prefiguraría el verdadero jaque mate: la final liquidación de la autonomía del poder judicial. Que el inquilino de Moncloa no tendría ningún problema en imponer mediáticamente como defensa de la democracia frente a magistrados masivamente tildados de «franquistas». Y, ahí sí, se habría acabado todo. De los tres poderes, quedaría solo uno: con nombre y apellido.
La operación está en marcha. Es solo cuestión de tiempo saber si llegará a consumarse, antes de que el presidente y su gente puedan verse sentados en el banquillo. Nos aguardan meses vertiginosos.