Fundado en 1910
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

«Make Spain great again?»

Empecé a escuchar a Trump con escepticismo y acabé envidiando su despliegue de sentido común y optimismo. En España necesitamos también una esperanza

Estados Unidos es Roma enfilando la cuesta abajo. En efecto. Pero todavía es Roma. Sus impresionantes fortalezas están ahí: sus gigantes tecnológicos se han convertido en las empresas más poderosas e inventivas del planeta, continúan liderando el ocio –desde Netflix a Taylor Swift– y se mantienen todavía como la primera potencia militar, aunque China acelera.

Sus problemas también son harto evidentes: una sociedad extremadamente polarizada, demasiadas familias destrozadas, una auténtica epidemia de opiáceos y una deuda colosal (cuyo tenedor es en parte su mayor rival/enemigo, China). Por último, la economía digital no ha resultado tan distributiva como la industrial y de servicios del siglo XX. Existe un pelotón de cabeza de amos del universo con fortunas estratosféricas, pero el dinero no fluye hacia las clases medias como antaño.

No existe mejor retrato vivencial de la enfermedad doméstica que corroe a los Estados Unidos que Elegía Hillbilly, las memorias que publicó en 2016 el flamante vicepresidente J.D. Vance, de 40 años, quien por entonces echaba pestes de Trump. Vance, católico descendiente de emigrantes irlandeses que se asentaron en los Apalaches, cuenta su infancia y adolescencia en Ohio. Creció en un hogar sin padre, con una madre drogadicta, que hacía circular por casa a un carrusel de nuevas parejas que siempre iban a ser «la definitiva». Gritos, peleas y adicciones. El paisaje de su infancia.

Vance logró salir del círculo infernal porque encontró una mínima estabilidad yéndose a vivir con su abuela, lo que le permitió estudiar y prosperar. Pero explica en su libro que el suyo es un caso raro en su grupo social de procedencia, el de los denominados despectivamente como rednecks o white trash, esas clases obreras blancas que se han quedado postradas tras la fuga de la industria y que no encuentran un futuro ni una esperanza.

La dramática conclusión de J.D. Vance, expresada antes de convertirse él mismo en un político, es que la política no va a solucionar las averías de la fábrica social de América, porque a su juicio la génesis del problema es cultural y se enquista en el seno de los hogares.

Pero resulta muy duro decirle a la gente, a millones de estadounidenses estancados –y no son solo los hillbillies– que no tienen nada que hacer, como venía haciendo la piji-izquierda del género, la raza y el clima. Un pueblo necesita una esperanza, y Trump, con todo su histrionismo, se la ha ofrecido. Otra cosa es que cumpla las expectativas, pues realmente lo que ha proclamado, –«desde hoy se acaba el declive de América»– es más un deseo que una probabilidad.

La disyuntiva que se le planteaba a los votantes estadounidenses era sencillísima. Tenían que elegir entre una izquierda de cejas altas que no atendía a sus problemas reales y estaba centrada en el wokismo; o decantarse por un candidato con aristas, pero que les ofrecía una meta en positivo, amén de que confrontaba con la cansina plomada ideológica del «progresismo» regresivo. ¿Y qué hicieron los estadounidenses? Pues dar una victoria de calle a Trump, que se impuso con un 49,9 % de voto popular (uno que ustedes conocen, que ni siquiera ganó las elecciones de 2023 y se quedó en un 31,6 % del voto, se atreve a tacharlo de peligro para la democracia y pretende convertirse en paladín en Europa de un muro contra él).

Empecé a ver el discurso de investidura de Trump con reservas y confieso que acabé diciéndome para mis adentros: «Ojalá tuviésemos en España un político que nos hablase con esa claridad, esa fe en las potencialidades del país y ese optimismo» Alguien que nos propusiese un «make Spain great again».

Trump prometió «una revolución del sentido común». Y casi todo lo que dijo parecía de lo más razonable, salvo la política proteccionista, pues la historia de la economía prueba tozudamente que esas medidas no funcionan.

Trump dijo que un país tiene que controlar sus fronteras y echar a los delincuentes que llegan de otros países (y tiene razón). Trump dijo que quiere acabar con la epidemia de opiáceos, tras la que está la larga mano intelectual de China y la acción del peón mexicano (y tiene razón). Trump dijo que no se va a disparar en el pie económicamente con el Green New Deal de los demócratas y que cada estadunidense «podrá comprar el coche que quiera» (y tiene razón). Trump dijo que se acabó el wokismo, las teorías de género y las censuras de la corrección política (y tiene razón, y hasta daban ganas de aplaudirle cuando proclamó algo tan obvio como que «solo hay dos géneros, hombres y mujeres»).

Trump prometió ley y orden en las ciudades problemáticas de Estados Unidos, hacer la paz y no la guerra (sí, como los hippies), recuperar el Made in USA fabril (probablemente otro imposible, porque las empresas seguirán buscando lo más barato). Hasta se permitió un guiño final a lo Nueva Frontera de JFK: si en 1960 fue llegar a la Luna, ahora será Marte. Por último, no faltó la obligada apelación a Dios, imprescindible en todo mandatario estadounidense.

Por supuesto, no faltaron los guiños populistas-nacionalistas que distinguen a este barroco hombre-espectáculo, como lo del Canal de Panamá y lo de rebautizar como Golfo de América el Golfo de México. Pero el conjunto del discurso fue una estimulante apelación a la confianza en el futuro y al aprecio patriótico por la propia nación. Trump ha intentado proporcionar a su país un chute de autoestima, como hizo en su día Reagan en su investidura, con una retórica más elegante.

«En América lo imposible es lo que hacemos mejor», proclamó en una de sus mejores frases. Y me dio una secreta envidia, sufriendo como sufrimos a un rencoroso gobernante que solo nos propone ideología resentida y clichés antieconómicos de la izquierda. Un gobernante que va dando lecciones de democracia mientras la desmonta ante nuestra mirada y se sostiene en el poder sin ganar las elecciones con el apoyo de los más sañudos enemigos de su propio país.

Provoca una risa sardónica ver la cutre-cobertura de TVE sobre la investidura, despanzurrando a Trump, y la desesperación ante su llegada del tertulianismo de cámara cuando tenemos en casa lo que tenemos.