Errejón: travesuras en el parvulario
¿Está diciendo el por aquel entonces señor diputado que la «ley del sí es sí y el no es no», que presentó y aprobó su grupo, era una ley que en nada atañe a la «vida real»? Exactamente eso: que una ley, en su mundo de patio de colegio, es un juego que sirve para vehicular una consigna
«No sé cuál prevalece, si la risa o la piedad…» El agrio sarcasmo con el que Giacomo Leopardi pone espejo al espectáculo de la necedad humana, me daba vueltas todo el tiempo en la cabeza. Aquí mismo, en El Debate, la inapelable imagen de los vídeos judiciales del «caso Errejón» era desconsoladora incitación a la misantropía.
Que un señor de 41 años ancle su bonhomía en el lenguaje y las maneras de un tierno adolescente de guateque vacilón y agudos ligues virtuales, puede que sea fenómeno de interés clínico para un psiquiatra. No es un delito. Que el tal cuadragenario haya ostentado escaño en el parlamento, se hace ya un poco más embarazoso. Que fuera elegido en las listas de un partido que participa en el gobierno de la nación, da como repelús. ¿A qué edad se accede en este pobre país nuestro a la condición adulta? A los 41, parece que no: a los 41, se accede sólo a diputado, que es bastante menos cosa. Me repliego en la lectura de Leopardi. Mejor no salirse demasiado de los libros: nunca sabes lo que vas a encontrarte. Ciertamente, «non so se il riso o la pietà prevale».
La escena de los videos judiciales ajustaría muy bien a la de una trastada en patio de colegio. Y no hace falta tener el fino oído de un Toscanini, para apreciar la irritación en la voz del juez instructor que tiene que soportar tal pérdida de su ocupado tiempo. El exdiputado se extravía en infantilismos irritantes acerca de sus muy literarios coqueteos a través de las redes sociales. Con la cautela, eso sí, de hacer uso de una aplicación en la que el borrado de los textos sea inmediato: nunca se sabe lo que alguien pueda acabar haciendo con lo escrito; que se lo digan a Ábalos, si no. Deleita generosamente a juez, fiscal y abogados, propios y contrarios, con el minucioso relato de sus dones para el ligue. Y no se puede decir que aparente rubor alguno. O tal vez sea que la cámara no lo registra.
Hasta ahí, ridículo espantoso. Sin más. Hasta el momento en el que el juez, verosímilmente hastiado, le pregunta si es verdad que su denunciante, para quitárselo de encima, le largó el axioma aquel que su partido acuñara como llave de paso al nuevo paraíso woke: «Íñigo, sólo sí es sí», A Errejón, entonces, casi le da la risa. Responde al atónito magistrado: «Hombre, eso es una consigna. En la vida real nadie habla así». Y la realidad irrumpe como un relámpago en el universo autista de las redes y las jergas, los podemos y lo sumares. ¿Está diciendo el por aquel entonces señor diputado que la «ley del sí es sí y el no es no», que presentó y aprobó su grupo, era una ley que en nada atañe a la «vida real»? Exactamente eso: que una ley, en su mundo de patio de colegio, es un juego que sirve para vehicular una consigna. Y que es la eficacia de esa consigna para complacer a la clientela lo que cuenta: en suma, que la clientela vote y que el votado cobre. Y, a ser posible, que el votado y cobrador sea él mismo. La realidad está en otro planeta.
Imagino el estupor del juez. Patente cuando inquiere al cuadragenario infante acerca de su dimisión del parlamento y del partido. Dimisión, como mínimo, extraña en quien tiene tal certeza de no haber dado a la dama que lo denuncia motivo alguno de reproche. La argumentación del inquirido es un compendio de anonadante sabiduría. Bueno, es que yo, como diputado, defendí lo de que las mujeres nunca mienten. Y ahora, en defensa propia, tengo que mantener lo contrario. No podría defender las dos cosas al mismo tiempo. Así que dimitió. Muy sensato.
Groucho Marx no lo hubiera formulado con mayor desparpajo. Son mis principios. Si no le gustan a usted, tengo otros. Pero no se preocupe, señor juez, nada de esto concierne a «vida real» alguna. Cosas de adolescentes: todo es juego.
No. Ni piedad ni risa. Hilarante estafa. Que entre todos pagamos.