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Perro come perroAntonio R. Naranjo

No existe el derecho a ser padre

Ahora que la ciencia señala la posibilidad de que dos ratones macho engendren un cachorro, habrá que empezar a decir lo obvio

En un lugar de la pedrosfera mediática de cuyo nombre no quiero acordarme, se daba cuenta en estos días de lo que consideraba un gran avance para la humanidad, con gran despliegue en su sección de «Salud y Bienestar»: «Una nueva técnica logra sortear uno de los obstáculos para que dos machos puedan tener crías».

La información aludía a una investigación de la Academia de Ciencias de Pekín, publicada en la revista Cell Stem Cell, con la que un grupo de expertos había conseguido que un ratón tuviera dos padres y llegara a la edad adulta.

No es que uno de ellos se quedara embarazado tras desarrollar algo parecido a un óvulo fertilizado por el otro, sino que los científicos en cuestión consiguieron extraer espermatozoides de ambos machos, introducirlos en un óvulo de una hembra e implantárselo todo, ya fecundado, a otra.

Ellos mismos enfrían la posibilidad de que ese tratamiento pueda trasladarse a seres humanos, aunque cabe preguntarse entonces qué interés puede tener desarrollar semejante experimento en una especie que no necesita ayuda para procrear y no padece la confusión sobre su género ni reclama el derecho a la paternidad, ambas presentes exclusivamente en el Homo sapiens, siempre capaz de superar los límites conocidos de la genialidad, pero también de la estupidez.

La locura no parece un hecho aislado, sino la constatación de cómo viene imponiéndose la hegemonía de un pensamiento que consagra el derecho universal a todo: a ser padre, a no ser mujer, a negar el género, a no pagar un alquiler o —perdón— a tener el agujero de la gloria blanco o muy moreno en función de la grey en la que voluntariamente se milite, con espacios públicos si es menester para lograr el segundo efecto tomando el sol mirando a Cuenca o subvenciones para conseguir el primer objetivo en una clínica especializada.

En realidad, no existe el derecho a ser padre, un término que ya incluye a la madre, y una vez que eso se acepta quedan relegadas todas las opciones que quizá la ciencia permita, pero proscriben el sentido común y la moral más elemental: ni alquilarle el útero a una mujer pobre, eso que llaman «gestación subrogada» para adecentar el abuso y se silenció siempre porque es el recurso habitual de las parejas gay adineradas; ni desde luego dedicar recursos públicos a estudiar cómo un hombre puede reproducirse sin contar con una mujer.

Las sociedades infantiles y decadentes se caracterizan por su capacidad para convertir los caprichos en derechos y exigir su cobertura pública; a la vez que se desechan las obligaciones o se consideran imposiciones, a menudo incentivadas por políticos como Yolanda Díaz, a punto de implantar la reducción de la jornada laboral, sin contar con las empresas, para regalarle media hora de paseo a sus empleados.

Si la profesionalización de la vulnerabilidad es la herramienta de la política para garantizarse un porcentaje de voto cautivo; la ingeniería social lo es para reformular al ser humano y desposeerle de su propia naturaleza, en un proceso de borrado que permite construir un edificio piramidal donde el poder ejerce en solitario, sin barreras, desde la cúspide, mirando hacia abajo a una masa sin referencias.

Ni quienes más desprecian la evidencia científica de que el ser humano no es un constructo artificial y sostienen que si la mujer es femenina o el hombre masculino es por una imposición cultural a derribar podrán negar al menos una evidencia: si dedicamos más tiempo a averiguar cómo puede parir un macho que a cuidar de que quiera hacerlo una hembra y si el ecosistema ideológico considera más humano el derecho a morir, en sus distintas modalidades, que de vivir y reproducirse, tendremos el futuro que nos merecemos.

Un planeta de ratones preñados dominado por un par de culturas que no pierden tanto tiempo en hacer el idiota y agradecen que nosotros ya casi no sepamos hacer ninguna otra.