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Enrique García-Máiquez

De amicitia

Dice Cicerón: «Cuántas cosas haríamos por los amigos que nunca haríamos por nosotros mismos»

Mi interlocutor se queja, acusador: «Lo defiendes tanto porque es tu amigo». Como el que protesta también es amigo, se debería quejar, le digo, con la boca pequeña, porque lo defendería a él igual, si fuese el caso. Pero, en realidad, las cosas no son tan fáciles. Esta cuestión viene de lejos.

¿Puede un amigo defender a otro que no tiene razón? Podría parecer que sí. Hay un poema de gran vibración de Julio Martínez Mesanza titulado «De amicitia» que apuesta por la amistad por encima de la ética: «Si tuvieses al justo de enemigo,/ sería la justicia mi enemiga./ A tu lado en el campo victorioso/ y junto a ti estaré cuando el fracaso./ Tus palabras tendrán tumba en mi oído./ Celebraré el primero tu alegría./ Aunque el fraude mi espada no consienta,/ engañaremos juntos si te place./ Saquearemos juntos si lo quieres,/ aunque mucho la sangre me repugne./ Tus rivales ya son rivales míos:/ mañana el mar inmenso nos espera». Desde luego uno firma con los ojos cerrados el verso: «y junto a ti estaré cuando el fracaso»; o el todavía más difícil: «tus palabras tendrán tumba en mi oído»; o el ya milagroso: «celebraré el primero tu alegría». Otros versos, no obstante, resultan más complicados, como la enemistad con la justicia, el engaño placentero o el saqueo.

A pesar de ellos, el poema muestra un enorme magnetismo moral. Todos querríamos amigos así, aunque no nos convengan. Como antídoto, uno tiene que recitarse o recetarse a Cicerón, cuando apunta que «no hay amistad sino entre los hombres buenos» (amicitia non est nisi in bonis). «La misma virtud —sigue diciendo Cicerón— genera la amistad y la conserva y no puede haber en modo alguno amistad sin virtud». Un amigo tendría que detenerte con delicadeza si te da por el saqueo salvaje.

Otra cosa distinta es la presunción de veracidad y justicia a favor de los amigos. Admite prueba en contra, pero después. Un segundo poema estupendo, esta vez de Miguel d’Ors, describe con mucha épica la situación. También se titula «De amicitia», está recogido en Los sonetos, se parece bastante al de Mesanza, mas tiene un matiz distinto: «Que no se me alborote la chusma biempensante/ si, invitado a cantar la amistad, digo que/ por amistad yo entiendo lo mismo que John Wayne:/ ver que están tus amigos a puñetazo limpio// con unos individuos, antes de tres segundos/ estar al lado de ellos partiéndote la cara/ y sólo cuando al fin se ha despejado el día/ preguntar: «¿Por qué he estado zurrándome con esos?».// Aunque la chusma biempensante no lo entienda/ eres amigo suyo precisamente porque/ el bien y la razón están con ellos. Siempre.// Y aunque no fuera así, ya dijo Cicerón/ que ciertas cosas: «in nostris rebus non satis/ honeste, in amicorum fiunt honestissime»».

Siempre están con ellos el bien y la razón, nada menos, pero lo que dice Cicerón en latín es más sutil: además hay cosas que aunque no sean honestas para nosotros, si lo son de nuestros amigos, resultan honestísimas. Más a más, concluye el romano: «Cuántas cosas haríamos por los amigos que nunca haríamos por nosotros mismos».

Y hay un tercer escalón para explicar nuestra benevolencia beligerante por los amigos. Conocemos sus primeras razones y sus motivos últimos. Comprendemos la jugada desde lejos, como suele decirse.

Como el límite infranqueable, ya lo hemos dicho, es la injusticia, todavía nos podía quedar el peso en la conciencia de que no tratamos con tantos miramientos a los que no son amigos. Y será, ay, verdad, pero nadie nos quita de intentarlo. En vez de bajar el nivel con el que hablamos de los amigos ausentes hasta la asepsia quirúrgica, ¿por qué no intentar aplicar ese prejuicio a favor a todo el mundo? No saldrá siempre, pero otro favor que debemos a los amigos del alma es que nos regalan un modelo de cómo tratar a todos.