La Manada política
Una década después, los violadores de verdad salen a la calle pero todos los hombres son violadores, una metáfora de la política cotidiana

España lleva una década, al menos, sufriendo a una tropa yihadista envuelta en falsas túnicas progresistas. Empezaron Pablo Iglesias y compañía, hijos putativos de Zapatero, y al final se ha contagiado Pedro Sánchez, más por razones prácticas que por principios, de los que siempre carece: puede defender que la Tierra está al borde del apocalipsis y, cinco minutos después, apostar con vehemencia por el apocalipsis como solución energética sostenible para salvar el planeta, aunque desaparezca.
Se presentaron como el maná, aunque eran una plaga bíblica como la de las langostas, para decirnos que casi todo el mundo era racista, homófobo, clasista, ladrón, machista y una larga letanía de defectos ancestrales que obligaban a cambiarlo todo con bisturí o a machetazos: la familia era una cárcel, el género una imposición, el trabajo una condena, las tradiciones un yugo y así hasta llegar a la democracia, que no era más que un pacto de oligarcas.
Había que asaltar los cielos, aunque al final se quedaron en asaltar los presupuestos: cantaban «Del barco de Chanquete no nos moverán» mientras pagaban la mitad de la hipoteca de un casoplón en la sierra, colocaban a la mujer y al amiguete, descubrían las bondades del coche oficial, la moqueta calentita y brincaban de la clase proletaria a la business class como si fueran Bubka con la pértiga, de récord en récord, hasta llegar a Jéssica, 20 minutos de placer y dos puestos de trabajo en empresas públicas sin presentarse y sin que nadie allí lo denunciara.
Tan elevada altura moral, concedida a sí mismos, coronó en Pedro Sánchez, beneficiario final de la cantinela talibán: fue él quien recogió el discurso maniqueo y lo convirtió en una excusa para okupar el poder negado sistemáticamente por las urnas, en nombre de una inaplazable regeneración que solo él representaba, por supuesto.
Y ahí empezaron a verse las vergüenzas: Sánchez apelaba a la higiene política desde el atril del Congreso mientras culminaba una tesis plagiada para ser doctor, a pachas con un tipo ahora elevado a vicepresidente de Telefónica, el enésimo amigo colocado en un puesto estratégico para ayudarle a extender el mal y que parezca un accidente.
Todo ha sido así, hasta llegar al simbólico episodio que resume este tipo de política hipócrita, sin escrúpulos, de cizaña y zancadilla, destructiva y frentista: los mismos que abolían la prostitución por la mañana se iban por la noche a celebrarlo en bares de lucecitas.
Y los mismos que querían meter en la cárcel al hortera de Rubiales por un piquito, sacaban de la celda a los violadores de «La Manada», gracias a sus leyes, y miraban para otro lado cuando Juan Carlos Manoseo e Íñigo Apretón demostraban que se puede ser acondroplásico o larguirucho y tener a la vez las manos muy largas.
Aldous Huxley, visionario siempre, ya dijo aquello de que «cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje». No es difícil visualizar al lado de su advertencia la foto de Irene chillando «el violador eres tú» mientras dejaba abierta la puerta trasera para que Monedero escapara. Ni a Sánchez ondeando la bandera de la regeneración mientras luego la ha utilizado de papel higiénico, a la salud de los ERE y de su propia familia.
El problema de las boñigas no es reconocerlas: es limpiarse bien la suela del zapato una vez pisadas. Y eso es lo que nos ha pasado en España, y a ver si tiene remedio.