Dr. Jekyll & Mr. Hyde
En la famosa entrevista en el Despacho Oval puede verse que lo que saca de sus casillas a Vance y a Trump —y Zelenski no ve venir— es la política interna de los Estados Unidos
Muchos análisis se han hecho y se harán del encuentro entre Zelenski y Trump, y hasta yo he echado mi cuarto a espadas. Se suceden enfoques diversos, distintos y superpuestos, incluso a veces en el mismo artículo. Sin embargo, creo que hay un asunto capital, que afecta pero trasciende la polémica, y en el que no se está cayendo lo suficiente, quizá porque se da por sentado, que es lo peor.
Fijémonos en el bandazo en la estrategia internacional de USA tras el cambio electoral. Buena parte del desconcierto de Zelenski obedece a esto. El presidente de los Estados Unidos le empujó a una guerra y el presidente de los Estados Unidos le abronca por la guerra. No son la misma persona, pero son el mismo cargo del mismo país en la misma guerra frente al mismo invasor. Han mediado unas elecciones, sí, pero talmente como el brebaje medió entre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde en la novela de R. L. Stevenson. De hecho, en la famosa entrevista en el Despacho Oval puede verse que lo que saca de sus casillas a Vance y a Trump —y Zelenski no ve venir— es la política interna de los Estados Unidos.
Muy lejos de sentirse obligados por un sentimiento de continuidad con la acción exterior estadounidense, para Trump y Vance las acciones y los compromisos de Biden pesan… en contra de Zelenski. Es prácticamente lo que condena al ucraniano (y su apoyo a Kamala Harris). Trump tiene razón en muchos planteamientos de fondo y, sin duda, en su anhelo por acabar la guerra, pero la fractura de la línea de actuación de su país es radical. No se intenta un viraje paulatino para conciliar las nuevas posturas con las viejas fidelidades. El repudio de lo anterior es abrupto y absoluto.
No pasa sólo con Ucrania ni nada más que en USA. Esta posición de compromiso cero con lo que hizo tu predecesor en el cargo empieza a ser la ley por defecto de nuestras democracias. No hay rival más ensañado que el contrincante político, de modo que los enemigos geopolíticos pueden reconvertirse en repentinos aliados. Rige el refrán que reza que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. El tablero de las relaciones internacionales se convierte así en un pantano de arenas movedizas. La continuidad de una política internacional pasa a un segundo plano o a un tercero o a mejor vida.
Estamos ante un problema todavía más global que la suerte de la pobre Ucrania sin fortuna. Se trata de una distorsión estructural de las democracias occidentales, que otorga una clara ventaja competitiva a las dictaduras. Les regala el monopolio de la coherencia, la exclusiva de la fiabilidad, la percusión de la perseverancia.
España es nación particularmente afectada por este mal. No sólo somos imprevisibles en el futuro, sino en el pasado, pues la llamada «memoria democrática» y la descolonización de Urtasun nos hacen pegar bandazos en la historia. Estamos condenados a una continua metamorfosis de acrónicos y compulsivos Jekills y Hydes.
¿Cómo arreglarlo? Muy difícil. El caso de la novela de Stevenson acaba fatal. ¿Qué de lo que han hecho Zapatero y Sánchez (con silencio administrativo de Rajoy) nos permitirá sentirnos solidarios? Y se entiende a Trump rechazando al por mayor la disruptiva herencia de Biden, por supuesto.
Pero entre lo que necesitamos reconstruir también hay que contar con la recuperación de una política de Estado o, mejor dicho, de nación, o de una unidad de destino, si me lo permiten. Será imposible sin la recuperación de cierta virtud patriótica, de un orgullo nacional, de una relajación del partidismo, de una rehabilitación ardua del sentido de comunidad, de una regeneración espiritual, de un sentido de misión… Cuando se politiza hasta la tragedia de Paiporta, es que estamos muy rotos como país. No basta la alternancia, aunque la necesitamos rápido. Hace falta una transfiguración.