España como solución
A diferencia de las otras naciones, nuestro país se avergüenza de su pasado y sufre a un ministro de Cultura convencido de que la Nueva España era una colonia
La neutralidad en las guerras mundiales, además de salvar muchas vidas, procuró grandes beneficios a nuestra economía en el caso de la primera, y permitió, en la segunda, sortear la aniquilación de un país ya destrozado por la Guerra Civil. Los perdedores de la «guerra dentro de la guerra» en el Madrid del 39, enfrentamiento dentro del bando frentepopulista (no es justo llamarle bando republicano) pretendían, con Negrín al frente, alargar la agonía para engarzar nuestro conflicto con el europeo que se vislumbraba. Luego devendría mundial, llevando las batallas a Asia y a África y con la decisiva entrada de EE.UU., atacados por un Japón que buscaba la hegemonía en el Pacífico.
El inmenso Pacífico fue «el lago español» cuando nuestra patria era potencia principal de Occidente, al punto que nuestros antepasados pensarían en términos de una monarquía católica universal. Cuando llegamos a ocupar cuarenta veces el tamaño de la España actual. A diferencia de las otras naciones, nuestro país se avergüenza de su pasado y sufre a un ministro de Cultura convencido de que la Nueva España era una colonia. Quizá no lo piense, es un hombre formado, pero lo dice por comunista y por venir de esa Cataluña empeñada en oponer la parte al todo, Cataluña a España, y en borrar el pasado real para imponer un tebeo.
Lo de Urtasun, entregado a la imposible tarea de «descolonizar» nuestros museos nacionales, no sería posible sin una larga tradición de autoflagelación que inaugura Bartolomé de las Casas, atraviesa la leyenda negra impulsada y mantenida por Holanda, Inglaterra y Francia, y alcanza el paroxismo en los regeneracionistas, en el 98 y en Azaña. Son tantas las ilustres plumas absorbidas por el vórtice del autoodio que su enumeración nos agotaría. De Joaquín Costa a Ortega y de los seguidores del mediocre Krause a Antonio Machado. De las «siete llaves al sepulcro del Cid» (Costa) a «España es el problema; Europa es la solución» (Ortega). Del persistente tópico «el problema de España» a la «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora» (Machado).
Mentes poderosas, dejaron hondas huellas en el camino del desprecio de lo nuestro, sentimiento condensado en Azaña. Había que abjurar de la propia historia. En concreto, de la monarquía y de la religión católica, atribuyéndose él, en el papel de «la inteligencia», una grave responsabilidad: «De las fuerzas activas, determinantes, que han de provocar las destrucciones irreparables deseadas, está en primer rango la inteligencia» (1930).
Luego llegaron los arrepentimientos, anticipados por el orteguiano «¡No es esto, no es esto!» a los pocos meses de proclamada la República. Ojalá los arrepentimientos por «las destrucciones irreparables deseadas» llegaran hoy a tiempo de evitarlas. Ojalá primáramos la única amenaza real para nuestro país: la toma de Ceuta y Melilla, fuera de la protección de la OTAN. Rearmarse, por supuesto; para disuadir a Marruecos y, eventualmente, defendernos. ¿Luchar por otros países europeos? Si es recíproco, sin duda. De otro modo, la fórmula es rearme y neutralidad.