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Enrique García-Máiquez

Meterse en el armario

Sólo hay dos posibilidades en última instancia: o ver la vida desde el asombro, como proponen los cuentos de hadas clásicos, o verla desde la sombra, como imponen los cuentos de brujas postmodernos

Diego Blanco Albarova, escritor y crítico experto en C. S. Lewis, nos desafía con una paradoja brillante: frente a la trillada metáfora de «salir del armario», nos invita a entrar en él. Como han adivinado de inmediato los lectores o espectadores de Las crónicas de Narnia, que somos casi todos, Diego Blanco no habla de un armario cualquiera, sino del viejo mueble en la casa del doctor Kirke que sirve para que los chicos Pevensie crucen a través de él al reino mágico de Narnia.

Blanco Albarova no propone lo del armario para hacer un juego de manos de palabras ni por el reaccionario placer de llevar la contraria, aunque haga las dos cosas. Mucho menos sugiere una retirada o un escondite. Sabe que es más necesario que nunca meterse en las grandes historias que son fieles a los principios morales que orientan la vida de los lectores. El ser humano aprende a través de relatos y parábolas, y nos están cambiando los cuentos y los mitos. Para nuestros niños, ya las brujas son buenas; los vampiros, fascinantes; los lobos, maltratados por los corderos y los piratas, más cándidos que los oficiales de la Armada Española. Nada de esto es inocente. Si se subvierte el mundo de los cuentos, luego no cuesta nada poner patas arriba la sociedad. Lo estamos viendo.

Y aquí es donde entra el armario en el que tenemos que entrar. Las grandes historias que señala Diego Blanco son imprescindibles. Sólo hay dos posibilidades en última instancia: o ver la vida desde el asombro, como proponen los cuentos de hadas clásicos, o verla desde la sombra, como imponen los cuentos de brujas postmodernos. Lo que leemos escribe el guion de nuestras vidas. Fernando Savater, en La tarea del héroe, se atreve a reconocer lo que todos llevamos dentro (por habernos metido dentro de nuestro armario): «Por ridículo que sea exteriorizarlo enfáticamente, todo hombre sano y cuerdo, activo, vive alentado por la saga de sus hazañas y es noble y acosado paladín ante su fuero interno».

No temamos a la claustrofobia. Como descubrió la encantadora Lucy Pevensie en su armario, el mundo es muchísimo más amplio y las aventuras que nos esperan mucho más vívidas después de meterse en el mueble mágico. Chesterton ya había advertido de la paradoja de la casa, que es más grande por dentro que por fuera; y, siguiendo su lógica teológica, el armario es más grande que la casa que es más grande que el mundo, porque cada vez estamos más cerca de nuestro espíritu, que es más grande que el universo.

Y no se trata de hablar por hablar ni de abandonar el universo, el mundo, la casa y el armario. Cuando uno se ha instalado en su realidad iluminada por los mitos y ordenada por los cuentos según sus principios elementales como metales nobles, entonces, cada cual vuelve a la vida corriente, aunque con otra aleación.

Resulta llamativo, leyendo novelas o viendo buenas series, la poca política que aparece en ellas, o incluso cuando aparece, que casi siempre lo hace como un telón de fondo. En nuestras vidas, aunque los columnistas de opinión demos otra impresión día tras día, pasa igual.

Además, la división entre la vida pública o política y la privada o interior es completamente falsa. Cada político tiene o tendría que sentir la misma prioridad de actuar conforme a su conciencia que cualquiera. Y cualquiera tiene que sentir, en su esfera, la misma exigencia moral que un dirigente. De meterse en el armario no debería de librarse nadie. De hecho, incluso para salir de él, en todos los sentidos, también en el ideológico o vocacional, hay que haberse metido antes. Nuestra defensa de los grandes clásicos y las apasionantes aventuras, tiene justamente el corolario de que luego salimos dispuestos a comernos el mundo.