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Cartas al director

La cultura de la malversación

Es tiempo de regalos y de amigos invisibles. También en la política, donde todos los amigos, si es que los hay, son invisibles, salvo en el Parlamento Europeo, donde el amigo qatarí ha re­sultado ser menos incorpóreo de lo que a muchos les gustaría. Esta vez los beneficiados han sido socialistas o socialdemócratas, evidenciando una vez más que la cosa de la mano extendida no tiene madre ni padre ni color. La cultura de la corrupción existe desde que alguien se debió de embolsar unos cuantos sacos de trigo de los trabajadores de las pirámides, o unas pinturas en Altamira. Algunas cosas no tienen precio, sobre todo cuando lo pagan los demás, que al fin y al cabo es lo que es el dinero público. Debería ser sagrado hasta el último euro, su recaudación, su tenencia y su dispendio. Porque, si no, ya sabemos lo que pasa, que la picaresca no tiene época ni etiqueta, sino ocasión, y nuestra literatura, reflejo del alma, nos ofrece grandes ejemplos de cómo malversar y salir ileso incluso aunque no parezca un accidente. Uno no sabe si los cambios en la ley que ahora se tramita servirán para desinflamar y eso, pero sí recuerda, hablando de picaresca, el también muy ibérico refrán que reza que hecha la ley hecha la trampa, que no tiene en cuenta que, según como estén hechas las leyes, no hace falta ninguna trampa. No hay dos sin tres, se habla mucho de la cultura de la cancelación y de la cultura de la violación, pero nos olvidamos de la cultura de la corrupción, esa que nos acecha en cada esquina y que tiende a relativizar cuando no justificar que los cuartos no se destinen a aquello para lo que deberían servir.