Cartas al director
La otra crisis: por una educación sin trampa ni cartón
Alguno pensará que las familias españolas que profesan la religión islámica son intransigentes con el tipo de educación que sus hijos reciben en la escuela. Pero resulta que no tienen problema alguno en matricularlos en el colegio público de su barrio o en ese otro privado concertado con cierto aire de un añorado ideario cristiano. Se ve que confían ciegamente en las enseñanzas que reciben en sus casas y en la cultura que se les predica en las mezquitas. Ni les preocupa ni exigen ese «pin parental» que algunas pocas familias desean implementar en las escuelas para evitar que sus hijos reciban la deformación ideológica que le venga en gana al Gobierno de turno, ya sea este progresista o conservador.
Esas pocas familias, las que se toman en serio la formación cristiana y humana de su prole, están más preocupadas por la educación moral y doctrinal que se imparte en los colegios que por la impecable instrucción que sus hijos pudieran allí recibir. Les importa bien poco los idiomas foráneos, el trabajo por competencias o por proyectos, las nuevas tecnologías, el aprendizaje significativo, los deportes olímpicos, la orquesta sinfónica o ese manido y viejo eslogan de «aprender a aprender». Estas familias apuestan fuerte por la coherencia, pues reniegan de los colegios públicos cercanos por su cerrazón ideológica y también de esos otros privados concertados que han cambiado sus ideales por un plato de lentejas.
Y ahí no acaba su recto actuar, que algunos calificarían como radicalidad, pues desearían que el gobierno de turno eliminara los conciertos económicos para que sólo existieran dos clases de colegios: los privados y los públicos. Ahí se comprobaría, al tener que desembolsar quinientos euros al mes por hijo escolarizado, el verdadero e íntimo interés de esas familias por el ideario que se respira en esos colegios privados de concierto.
Pero bien, antes de tomar esa decisión tan radical, la de suprimir los conciertos, el Gobierno podría ofrecer a todos esos centros privados concertados la posibilidad de cambiar su titularidad y que ésta pasase a ser estatal. Se convocaría a todas esas comunidades educativas para participar en un referéndum y decidir por sí mismas si desean continuar fieles a su ideario primigenio, y pagar por ello un elevado coste económico, o si renuncian a él para ofrecer y recibir una enseñanza laica y gratuita. Eso sí, para que esta última opción sea provechosa para todos y no solo para las familias, los miembros de esos claustros se convertirían automáticamente en funcionarios docentes de carrera.
Así, de este modo, se pondría fin al fraude educativo que falta al respeto y a la confianza de las familias que son y quieren ser coherentes con sus creencias.