Cartas al director
El cobarde
Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción. La ambición abusa del incrédulo, la persona ajena de todo conocimiento político, económico o civil presenta como realidades meras ilusiones.
Pregona por la libertad. Y luego la traiciona por cobarde. La cobardía está hecha de oportunismo, pero también de envidia e ignorancia. El asombro que nos genera el delincuente es menor que la perplejidad que nos produce el cobarde que contempla el delito sin soltar palabra. El cobarde calcula de manera deshonrosa el interés propio a la defensa de la causa justa. Para que la maldad germine tiene que estar regada por un grupo de cobardes que comienzan con las amenazas a los enemigos, y terminan con el silencio de los amigos.
El cobarde es todavía más repugnante que el malvado. El malvado apenas razona. El cobarde sin embargo cuenta y calcula, se esconde y disimula. Confiesa en privado lo que no se atreve a decir en público. Vive en un querer y un no poder, en una miseria moral que sabe, pero no puede, podría pero no quiere por su cobardía. Se da a sí mismo mil razones para compartir argumentos con el delincuente, con el mentiroso, con el abusador, con el golpista, con el corrupto y hasta con el criminal.
Vive su complicidad como la forma más refinada de autoengaño. Se siente a gusto en el bando de la mayoría silenciosa de la gente buena.
Ya lo decía Gandhi, lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. De eso se aprovechan los cobardes. Se mueven por el pasado como una manada de inocentes aduladores, hay que buscarlos en las corrientes de la opinión pública de la ignorancia. Lo que más abunda es el deseo de gustar y de gustarse. El cobarde ha conseguido poner lo público al servicio de su razón privada. Que no triunfe el malvado y el cobarde…