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Cartas al director

¿Debatir o insultar?

En la política española nunca sabemos muy bien si lo que se hace es debatir o insultar, probablemente porque se están haciendo ambas cosas a la vez con demasiada frecuencia. Lo que equivale a decir que la altura de nuestros debates desciende con frecuencia a ras del simple agravio. Hay políticos que literalmente empiezan sus intervenciones con un ataque desaforado, cuando el oyente todavía no ha podido discernir con claridad de qué va el asunto que tratan. Y a veces el político de turno termina su alocución sin que hayamos podido descubrir la verdadera razón que lo mueve a despotricar de esa manera. Basta con seguir los medios de comunicación para descubrir la altura o relevancia del patio político. A veces uno se encuentra con políticos sinceros que, al menos en privado, reconocen que este es el estado de la cuestión, pero desde luego no parecen tener el menor deseo de enmienda, porque, como me dijo uno, «cada tiempo tiene su estilo y ahora estamos todos algo avinagrados». ¿Ahora? ¿Y cuándo no? Los insultos que se prodigan están fuera de lo que cabría llamar «los códigos de la buena práctica política». Porque lo peor no es la gresca en sí; lo verdaderamente malo son sus consecuencias, ya sea contra un adversario político o contra un partido entero. Porque es legítimo argumentar ante un contendiente político, pero no lo es acumular insultos y descalificaciones sin ton ni son, con la esperanza de que el ruido se convierta en un sólido argumento a favor. Decía el escritor italiano Alessandro Manzoni que «las injurias tienen, sobre las razones, la gran ventaja de ser admitidas sin prueba alguna por un gran número de lectores». Y esto es lo malo, porque el resultado es una sociedad mal informada y con escaso espíritu crítico. El insulto debería descalificar siempre a quien lo pronuncia y no a quien lo recibe. Pero no está ocurriendo así, y esto está rebajando lamentablemente la calidad de nuestra democracia. Algo que no parece preocupar a nuestros políticos, pero que sí inquieta mucho a la sociedad en general.

Y es que «en política solo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela», como bien nos ilustró el gran poeta Antonio Machado.