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Cartas al director

Vuelve el 8-M

No soy mujer ni pretendo serlo. Vaya esto por delante, para que nadie se lleve a engaño y se apliquen a mis palabras, convenientemente, todos los prejuicios ideológicos que de mi pobre y triste condición de hombre corriente heterosexual se derivan.

Entre esto y que pertenezco, según me dicen sin parar, a una generación machista, estoy, lo confieso, desconcertado y avergonzado, que no levanto cabeza, vamos.

Soy de una generación, decía, en la que las aspiraciones feministas consistían en lograr que las mujeres contasen con las mismas oportunidades y derechos que un varón, es decir, en abolir que hubiera seres humanos de primera y de segunda categoría por motivo de su sexo, cosa que siempre encontré –gracias al ejemplo de mis padres– honrada y decente, justa, a fin de cuentas, y en la que pensaba que, mayoritariamente, estábamos involucrados, por igual, hombres y mujeres.

Ahora me doy cuenta de lo trasnochado de mi pensamiento y de mis terribles errores conceptuales. Para empezar, parece que ya no hay hombres ni mujeres (y no sé si los hubo alguna vez o fue una alucinación machista colectiva), sino géneros múltiples autodeterminados, que, a modo de compartimentos estancos, compiten por la supremacía social en un magma llamado «gente», que sustituye a las personas, a la humanidad.

Y ya deshumanizados, lo único que se puede hacer es luchar los unos contra los otros, sin intentar entendernos, para vencer al enemigo imponiendo nuestros derechos, aunque (o para que) arrumben los de los demás: un materialismo dialéctico tuneado, en el que los derechos no son fruto del respeto, sino que emanan de las nuevas deidades modernas, los políticos liberadores, imprescindibles guías, que los otorgan graciosamente para construir la sociedad que previamente han destruido y justificar provechosa y ventajosamente su existencia.

Debo ser demasiado desconfiado, pero, cuando los pastores se reúnen para separar las ovejas…