Cartas al director
25 de marzo: anuncio de Navidad
Estremecida aún por la noticia y con los ojos nublados por la fulgurante luz y por las lágrimas que comenzaban a brotarle, deslizó dulcemente las yemas de sus dedos por su perfecto vientre adolescente. Estaba embarazada. Y en esas primeras caricias que sobre su propia piel dan las madres a sus ocultos hijos, sintió el gozo de una desconocida sensación. A través de la ventana se colaban las alegres voces de sus amigas que la reclamaban desde la calle para unirse a los últimos juegos de niña. Pero ya no las oía. Había comenzado a soñar con la vida que acababa de acoger en su seno, y a hacerse mil preguntas... ¿Cómo sería su rostro? ¿A quién se parecería? ¿Comprenderían sus familiares lo que le había sucedido? ¿Lo aceptarían con la serena y firme decisión con que ella lo había hecho? Y abandonada en estos pensamientos inició un diálogo con su hijo que ni siquiera la muerte interrumpiría. Más de dos mil años después, la inmensa civilización que celebraba como una gran fiesta el fruto divino de aquel anuncio, apenas era ya capaz de valorar el trascendental regalo que supuso para toda la humanidad, aquella virginal maternidad.