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Cartas al director

12 de julio

No recuerdo dónde estaba el 11, o el 13 de julio de 1997. De ese año solo retengo en mi retina dos días, el día que me casé y el 12 de julio. Yo tenía 27 años. Viajábamos mi mujer y yo en coche, teníamos la radio conectada siguiendo minuto a minuto la cuenta atrás que ETA había activado unos días antes de su ejecución. Manteníamos la esperanza de que fuera un farol, y de que, si no lo liberaban, al menos no lo matarían y se convertiría en el repuesto del, unos días antes, liberado José A. Ortega Lara. Como dijera alguien después: ETA nunca miente.

El asesinato de Miguel A. Blanco no fue otro asesinato más. Quizás la parafernalia y puesta en acción de la cuenta atrás hasta su ejecución añadió cierta dosis de realismo, de tensión, de estar viviendo en streaming una película de terror en que todos participábamos de extras.

Y es que, fue a partir de su muerte, confieso, sí, tras más de 800 asesinados por ETA, que adquirí verdadera consciencia del terror que suponía esa lacra. De súbito desperté a una realidad que creía no me afectaba, que era un asunto estrictamente político y que era el precio que debíamos pagar por la libertad. Banalización del horror. Ahora lo sé, yo era, y soy un mediocre comparado con Miguel A. Blanco. Había que ser muy valiente para presentarse de concejal del PP (o del PSOE de entonces) en un pueblo del País Vasco, rodeado de hienas que esperaban la noche para buscar carroña.

Veo tu foto, esa eterna foto de carné ampliada que forma parte ya de nuestra memoria colectiva, y tu mirada contiene una firmeza y fortaleza que me inspira y recuerda la fugacidad de la vida que pensamos nunca se acabará. Fui consciente de que podría haber sido yo, o cualquier ciudadano de a pie, el que podría haber sido secuestrado y ejecutado con dos tiros en la nuca, con dos balas de pequeño calibre para alargar la agonía, según el forense.

Miguel A. Blanco fue la gota que colmó el vaso, o el mar de desidia e indiferencia que gran parte de la sociedad española constituía en aquellos momentos frente al terrorismo de ETA. Los españoles despertamos de la noche a la mañana a esa realidad que nos rodeaba desde décadas. Inesperadamente, las fuerzas del orden tuvieron que proteger las herriko-tabernas, en vez de lo habitual, protegernos de ellos. Nació el espíritu de Ermua, o intento fallido de aunar voluntades y energías para erradicar los asesinos de la sociedad española.

Yo hoy quiero homenajear a este chaval que se convirtió en nuestro, otro más, mártir de la libertad; no me entretendré en valorar la postura de ciertos partidos y en el «quetevotechapotismo» contemporáneo. Cuando somos incapaces de separar ideología de humanismo es cuando surgen bestias como las que asesinaron a Miguel Ángel.

Descansa en paz, amigo.