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Cartas al director

¿Por qué la Monarquía es imprescindible?

Aristóteles nos advirtió, cuatro siglos antes de Cristo, del peligro del abuso del poder en cualquiera de las formas políticas predominantes; teoría que, por cierto, perdura en nuestros días.

La misma concibe como virtuosas a la Monarquía (gobierno de uno solo), a la aristocracia (gobierno de unos pocos) y a la república (gobierno de la mayoría); y entiende, por el citado orden, que éstas pueden degenerar en tiranía, oligarquía y demagogia.

Por consiguiente, se ha llegado a la conclusión, en el transcurso de los siglos, de que para evitar el despotismo de cualquiera de estas formas políticas, exista un equilibrio de poderes entre las mismas.

De hecho, a lo largo de la historia, numerosas demagogias que se deshicieron de sus Monarcas terminaron desembocando en tiranías; la Rusia soviética y la Francia revolucionaria son dos episodios verdaderamente ilustrativos al respecto.

España y Reino Unido son dos ejemplos fidedignos de que la Monarquía constitucional es un haz de equilibrio y estabilidad nacional e internacional. No faltan episodios en los que el Rey haya depurado la reputación de su nación después de que fuese extraviada por sus gobernantes.

Decía Walter Bagehot que mientras el poder político representa la efectividad, la Monarquía encarna la solemnidad. El Rey aureola a las instituciones de un aire mitológico, mágico, encantado, que convierte lo vulgar en sublime y la prosa, en poesía. Como diría Horacio, este es su quid divinum.

La Monarquía es la personificación, bajo la figura humana del Rey, de nuestro patrimonio histórico. Esta deuda con la historia es lo que hace que, en la mayoría de las ocasiones, el Monarca se tome más serio a su país que los políticos; quienes, como diría Shakespeare en El Rey Lear, «van y vienen con la luna».