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Cartas al director

Cuento de Navidad

Si en mi pueblo y sus cercanías alguien llama o dice de otro antipático, por asociación de ideas sale el nombre de Antonio, el antiguo dueño de un conocido bar, ya jubilado con dos pensiones de dos países europeos.

Ahora lleva el bar su yerno, con el que apenas cruza alguna que otra palabra, pero al que ayuda en la barra y en las mesas los días de mucha clientela, sobre todo sábados y domingos.

En esos días es corriente y normal verlo despotricar por lo bajo, acompañado de evidentes señales de desaprobación por la labor que aquel lleva a cabo; bien sea porque ha cambiado muchas disposiciones que él tenía de su mano, bien por dedicar más tiempo al partido de baloncesto que al mostrador, que es evidente, evidente.

Acaeció en la Nochebuena. Poco antes de cerrar apareció un cliente vecino, a todas luces un pordiosero en el buen sentido de la palabra y viendo el suegro con el que estaba hablando que le cobraba mi vino, me dejó con la palabra en la boca marchándose rezongando, que era una pena de yerno que él tenía por aceptar tal invitación.

A mí también me molestó, pero callé y le di conversación. Al rato pidió una cajetilla de tabaco y el jubilado se la dio, devolviéndole con la vuelta el precio del artículo. Pero se dio cuenta y le hizo la advertencia de tal equívoco.

Luego al marcharse me dijo el buen tabernero que lo había hecho aposta, tratando de remediar lo que su yerno había hecho mal y tachándolo de mal psicólogo.

Tal vez fuese que era Nochebuena, o tal vez el alcohol de aquel vino que me hizo sentir mejor persona y mejor hermano.

Este hecho me ha quedado prendido entre los mejores recuerdos que conservo y conservaré de este otrora antipático, arisco, asocial, esquivo, furo, hosco, huidizo, insociable, intratable, retraído, –en resumen– rabudo camarero jubilado.