Cartas al director
El «glamour» de la progresía
La entrega de los premios Goya es quizás la versión española más conseguida de la eterna y universal «feria de las vanidades». Algún personaje de revistas del corazón ha justificado con total convencimiento la descarada exhibición del lujo, porque ésta desempeña una función social en beneficio de las clases populares: la de hacerlas «soñar». Sincera declaración digna de reflexión. También el cine nos hace a menudo soñar con anhelados y difíciles, por no decir imposibles, escenarios.
Pero de ser descarada aunque ensoñadora, ha pasado a casi insufrible la exhibición sobre la alfombra roja de ese lujo –no pocas veces, una hortera acumulación de euros– portado por seres pretendidamente celestes, que bajan del mágico celuloide para deslumbrarnos –a nosotros, pobres abotargados morales– con su cegadora altura de miras para con los «parias de la tierra» –izquierdismo más bien impostado– o para con otras cuestiones de trascendencia social o ambiental.
Así que esas supuestas élites ilustradas –en tantas ocasiones, postureo efímero: ¿qué pasa actualmente, por ejemplo, en Irak?–, entre rondas de «photocall» y de «glamour» machaconamente ensayado, dan la sensación de ejercer, obedientes, las indicaciones de sus representantes artísticos para poder mantenerse en las carteleras: aunque por ahora no son obligadas adhesiones expresas al Caudillo –Sánchez–, sí un poco de «Me too» por allí, un poco de «Agenda 2030» por allá… y el exigido papel de progre intenso y comprometido actual queda más o menos salvado en el evento (poca o ninguna empatía hacia el sudoroso agricultor –y la sudorosa agricultora–, ni hacia los asesinados guardias civiles de Barbate y sus viudas).
Un revoltijo de ética y estética no apto para estómagos delicados. Y ni siquiera para los literalmente vacíos. Que pobreza, y mucha, sigue habiendo en España.