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Cartas al director

Poner un bar

La emigración se hizo realidad en mi pueblo a principios de los sesenta. La mecanización del campo, un término bueno desde el punto de vista de la agricultura extensiva y un buen magisterio consumaron el drama. ¡Cuántos maestros, cuarto y reválida y exámenes por libre en Córdoba, pudieron salir de la academia!

Los que emigraron al interior lo hacían siguiendo a los más atrevidos. Nunca hubo en España un Hathaway, La conquista del Oeste, que nos hiciera sentir orgullosos de nuestra labor en América o narrara la épica de la emigración a supuestos El Dorado. Los de Granja –en Zarzaquemada debe de haber más granjeños que en el propio pueblo–recalaron en los madriles, los de Azuaga en San Baudilio y los de Quintana, el pueblo de mi padre, en el norte.

A Francia y Alemania marcharon bastantes. Dos décadas después, tuve la suerte de trabajar como médico en el pueblo y de tratar a los «franceses» y «alemanes» cuando volvían de vacaciones. Unos aguantaron hasta su jubilación, otros, cansados o nostálgicos, volvieron antes. De éstos muy pocos se volvieron a emplear, con los ahorros abrieron bares.

El éxito de la empresa, poco o nada le podíamos exigir a los neófitos, estaba en la habilidad que tuviera su señora en la cocina. Ser simpático, abrir un botellín o servir un vaso de vino no requería de un largo aprendizaje y si el aperitivo, la ración de lechón o la de pajaritos fritos estaban buenas, no había de qué preocuparse.

Pablo Iglesias fue a la política como los de mi pueblo a Alemania, a hacer caja y cuando ha vuelto, ha hecho lo que ellos, abrir un bar.

Que triunfe, por muchos nombres que le ponga a los bebistrajos, dependerá de las habilidades de Irene con las sartenes.