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Cartas al director

Contra Javier Cercas

La primera vez que oí hablar del hoy celebérrimo Javier Cercas fue en boca de la profesora de la Universidad de Córdoba Mari Paz Cepedello: corría el año 2014 cuando acababa de publicar «El impostor» a propósito del escándalo que había supuesto años antes la farsa de Enric Marco, un nonagenario que se había hecho pasar por deportado en los campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial.

Hasta entonces, Cercas venía construyendo una carrera literaria que alternaba la mediocridad de algunas obras con cierta calidad literaria presente en otros títulos como Soldados de Salamina, que lo sacó del anonimato, o Anatomía de un instante; sin embargo, pronto el pecado se le presentó al escritor como a Eva le ocurrió con la serpiente y la manzana bajo la mascarada del Premio Planeta en 2019 con una novela, Terra alta, que leí y que no iba más allá del mal folletín policíaco, fruto de esa presunta literatura por encargo a la que siguieron otros títulos, en la misma línea temática que el texto premiado como contrapartida a la consecución del premio de marras.

Hace unos días se publicó la noticia de que Cercas había sido elegido para ser académico de la RAE, apadrinado por su incondicional Vargas Llosa y donde entrará a ocupar el puesto vacante que dejó Javier Marías tras su muerte, una suerte de herejía por la abismal diferencia entre el fallecido novelista y el ya electo académico en cuanto a creación literaria se refiere.

La última de Cercas es la vuelta a la firma Penguin Random House con un libro sobre el Papa Francisco: él mismo hace promoción del ya anunciado libro como un texto revulsivo, si se nos permite el uso de dicho adjetivo, porque, a su juicio, resulta revolucionario que el Papa se entreviste con un escritor y, encima «ateo», Cercas dixit. Es este, sin duda, el siguiente paso de un autor que, agotado por la autoficción, género que lo catapultó a la fama, se encuentra en el camino justamente inverso al de los personajes de Pirandello, en busca de un libro que le permita justificar su continuidad en la picota cultureta. No descarten que, quizá, la siguiente maniobra sea la conversión de ese ateo para entonar aquella parábola por la que «hay más alegría en el cielo por un solo pecador –léase ateo– que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».