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Cartas al director

Fantasmas

La literatura y el cine nos han dado a conocer todo tipo de fantasmas: El Fantasma de Canterville, un delicioso relato de Oscar Wilde. El Fantasma y la Sra. Muir, una comedia romántica y refrescante; El Fantasma de la Ópera donde se entremezclan fantasía, misterio y terror.

A día de hoy, siglo XXI, vemos unos fantasmas que no infunden miedo, tampoco esbozamos sonrisas al verlos; son ellos, perdón, ellas quienes nos inspiran pena, congoja y desasosiego. Fantasmas que no ululan, de hecho tienen prohibido hablar en voz alta; su rostro está oculto a los ojos de los demás y van envueltas en un holgado ropaje que desdibuja sus formas. Llevan atadas a ambas piernas sendas cadenas para arrastrar unas pesadas, infamantes e insonoras bolas de hierro, todo ello invisible, más oneroso si cabe. Son fantasmas diurnos que se mezclan con la población y ellas, femenino plural, son quienes corren el serio riesgo de ser asustadas, insultadas y golpeadas. El látigo restalla en su derredor e impacta en sus cuerpos; la clemencia no ha lugar. Estos nefandos y vitandos hechos acontecen en el Emirato Islámico de Afganistán, país donde en la década de los sesenta del siglo XX, la mujer tenía derecho a la educación, trabajo, voto y vestía con total libertad: igual que los varones.

La revolución de los talibanes ha aniquilado la evolución e implantado la involución; las mujeres son menos que morralla. Son subhumanos, fantasmas.