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Cartas al director

Mi visita al camposanto

Llegó noviembre y con él una cita llama a mi puerta. Visitar el cementerio no es para mí un motivo de tristeza ni mucho menos, como tampoco supone un acontecimiento solemne. Simplemente, una especie de sereno reencuentro. ¿Con quién? No sé, quizás conmigo misma, pues en esos que ya fueron vislumbro el reflejo de lo que, no tardando tanto, todos seremos. Paraje único, sagrado, donde se entrelaza el pasado con el presente como en ningún otro y, a la vez, donde se palpa y se respira el inexorable futuro.

Reconozco que deambular por las calles del camposanto de esta mi ciudad me hace sentir bien, me reconforta. De vez en cuando me detengo a estudiar con cierta curiosidad la pose, el gesto, la mirada de esa foto y a través de ella imaginó cómo transcurrió su vida, su delicada infancia, de qué manera se sucedieron los últimos días de quienes aquí descansan. Leo con interés los epitafios de las tumbas, algunos pocos en latín: en ocasiones, palabras justas que identifican a los difuntos; otras veces, citas de textos sagrados e incluso elogios que glorifican a los yacentes.

Y no fantaseo si digo que, a pesar del sepulcral silencio que reina, escucho voces ajenas y murmullos a mi alrededor. ¿Quién me habla, si estoy sola? Sí, me susurran desde el pasado: de su pena infinita, cuando la familia dejó el pueblo y vino a la ciudad soñando otro porvenir, de cómo la guerra quebró el hogar… ¿Estas voces son reales? Las oigo por todos lados, me acompañan y me interpelan a lo largo de mi paseo. No me asustan, pertenecen a los que viven aquí in aeternum y cuya paz he usurpado sin pretenderlo. Consciente de ello, abandono calladamente la necrópolis y la noche perpetua de sus moradores.