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Una plusvalía ilegal, un sistema fiscal confiscatorio

Todo ello concluye en una asfixia de la economía productiva, representada por empresas y consumidores, que el Gobierno de España esconde premeditadamente para aumentar su recaudación

La sentencia del Tribunal Constitucional declarando ilegal el impuesto de la plusvalía ha supuesto un formidable disgusto para los Ayuntamientos, titulares del millonario cobro. Pero también un alivio para los ciudadanos, amparados al fin ante un abuso legalizado que ha durado demasiados años e inspira el espíritu de no pocos impuestos y tasas.

Porque la plusvalía, como los impuestos de Patrimonio o Sucesiones, obliga a pagar por algo que no siempre es una ganancia; a menudo no es dinero en metálico o, en muchos casos, ya se ha pagado previamente: el impuesto anulado, por ejemplo, grava el supuesto beneficio de una compraventa por la que ya se abona, entre otros conceptos, en la declaración de la renta.

Si las duplicidades en la Administración ya generan un gasto superfluo insoportable, que los especialistas cifran incluso en 60.000 millones de euros anuales malgastados con la falaz excusa de que atienden a servicios públicos esenciales; sus necesidades más inanes estimulan un infierno fiscal con las más variopintas coartadas municipales, autonómicas y nacionales.

Todo ello concluye en una asfixia de la economía productiva, representada por empresas y consumidores, que el Gobierno de España esconde premeditadamente para aumentar su recaudación.

Porque lejos de entender que los españoles ya padecen uno de los cinco mayores esfuerzos fiscales del mundo (lo que pagan los contribuyentes con arreglo a su renta); difunden la especie de que disfrutan de una presión fiscal baja con respecto a Europa, preámbulo de nuevas subidas en impuestos existentes o directamente de la creación de nuevas figuras impositivas.

España recauda poco porque duplica el paro y la economía sumergida de Europa y dispone en consecuencia de menos cotizantes. Y solo por eso su presión fiscal es inferior aunque los contribuyentes paguen más que casi nadie: al ser pocos, su impacto en el PIB es inferior al de alemanes o franceses; por mucho que su esfuerzo real sea muy superior al de cualquiera de ellos, y con menos renta medida disponible.

Pero de cuán lejos de entender esto está la clase dirigente da cuenta, amén de un Gobierno desesperado por recaudar en nombre del medio ambiente, la sostenibilidad o cualquier otra argucia, la reacción de los alcaldes afectados por el fin de la plusvalía.

Lejos de disculparse por haber cobrado algo cuya ilegalidad ya se sospechaba por sentencias previas y explicar qué medidas van a tomar para paralizar los pagos en marcha o proceder a las devoluciones potenciales, descartadas incomprensiblemente por el Constitucional, pero quizá avaladas luego por la Justicia europea; se han lanzado sin excepción geográfica o ideológica a exigir un fondo de compensación y un invento fiscal nuevo que, con otro nombre y mejor anclaje jurídico, les permita seguir cobrando la plusvalía a las mismas víctimas de su ilegalidad ya sancionada.

Los ajustes que en toda crisis hacen las familias y las empresas nunca tienen un traslado en la Administración Pública que, lejos de dar ejemplo, se beneficia del monopolio normativo para librarse de los sacrificios que imponen las circunstancias al resto de la sociedad.

Que perpetúen ese modelo casi confiscatorio en plena crisis, con una inflación disparada y unos precios de la luz o el combustible inasumibles para el bolsillo medio, es inaceptable.

Y que dediquen luego los recursos a duplicar organismos innecesarios; dotar a Sánchez de 720 asesores; mantener el Gobierno más amplio de Europa; subir los sueldos de los funcionarios mientras millones de personas iban al paro o dedicar buena parte de cualquier presupuesto municipal a gasto corriente y en personal; roza lo escandaloso.

Más que crear nuevos impuestos, hay que reducir los existentes, explicar muy bien a qué se dedica la recaudación de cada uno de ellos y dar ejemplo de austeridad a la sociedad, sin reducir las prestaciones públicas: basta con que se aprieten el cinturón una décima parte de lo que lo hace el resto.