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Hablemos del cambio climático, no del apocalipsis interesado

Recurrir al miedo y la imposición a las poblaciones más concienciadas, como son las europeas, resulta caprichoso e incluso despreciable: es más propio de profetas que de pedagogos y aleja las complicidades sociales necesarias, una vez se supera el horror inicial

Nadie con un mínimo aprecio por la verdad científica puede negar la evidencia del cambio climático ni dudar de sus perversos efectos para el planeta y, en consecuencia, para el ser humano.

Ni los excesos apocalípticos, fallidos en el pasado con profecías incumplidas que hoy volvemos a escuchar; ni la nueva «religión verde» que algunos extremistas profesan y quieren imponer; son suficientes para despreciar la magnitud del fenómeno, uno de los grandes retos a los que se enfrenta la humanidad, tal vez el mayor junto a la gestión de la migración, la erradicación de la pobreza, la robotización del trabajo o la superpoblación.

El calentamiento existe, puede tener y tiene ya consecuencias devastadoras para la vida tal y como la conocemos. Y necesita, por tanto, de una atención prioritaria de los poderes públicos y de un compromiso ciudadano razonable que acople sus costumbres y necesidades, sin volver a la Edad de Piedra, a un contexto en el que todos nos jugamos mucho.

Pero, dicho lo cual, cabe preguntarse si el mensaje y las decisiones de los principales Gobiernos del mundo, reunidos en el G20 en Roma, son los correctos. Sin maximalismos, pero también sin ambages. ¿Tienen sentido sus grandilocuentes declaraciones, sus elevadas exigencias y sus rimbombantes compromisos si no cuentan con la complicidad de los grandes contaminadores del momento?

Porque las emisiones son globales, pero sus principales focos están bien localizados: China, India y Estados Unidos son los grandes emisores en términos totales; y Qatar, Kuwait y Arabia Saudita los peores en proporción a su tamaño. Y ninguno de ellos, salvo Washington y a ratos, se siente concernido del todo por un supuesto compromiso planetario que nunca es del todo vinculante y a menudo es a largo plazo.

En ese contexto, recurrir al miedo y la imposición a las poblaciones más concienciadas, como son las europeas, resulta caprichoso e incluso despreciable: el estrés culpatorio al que se somete a la sociedad, entre los disparados precios de casi todo, la amenaza de nuevas pandemias y la destrucción del planeta; es más propio de profetas que de pedagogos y aleja las complicidades sociales necesarias, una vez se supera el horror inicial.

Si a eso se le añade la fundada sospecha de que, en el viaje saludable de proteger el planeta, se aprovecha para incrementar la ya disparatada presión fiscal, con excusas ecológicas casi nunca justificadas, el efecto puede ser el contrario al supuestamente buscado.

Porque si las emisiones de CO2 contaminan el ecosistema; las de demagogia pervierten el espacio público, donde hay que hablar, debatir y decidir con menos ruido del que demasiados focos generan. No se trata de castigar a nadie, sino de hacerle partícipe de algo que le afecta de veras.