España, único país del mundo donde se persigue a su propio idioma
Hay que ser muy necio para amputarle a los niños una parte de sus derechos más elementales; pero también muy indecente para consentirlo y mirar para otro lado
Apenas unas horas después de que Sánchez presentara como un logro su nuevo pacto con ERC, que se convierte así en extravagante árbitro decisivo de los Presupuestos Generales del Estado en el momento de mayor incertidumbre económica de España en décadas, una decisión judicial ha venido a retratar a todos los tristes actores de la gobernación del país.
El aval del Tribunal Supremo a la decisión previa del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de reconocer la obligatoriedad de dedicar al menos el 25 por ciento del tiempo a la enseñanza en español en las escuelas públicas catalanas; una obviedad zaherida por el nacionalismo, ha servido para poner en su sitio a cada uno.
Desde luego la Generalitat ha evidenciado una vez más su endémica actitud insurgente negándose a aceptar la resolución e instando a los directores de los centros a ignorarla. Como si la perniciosa construcción de un «espíritu nacional», sustentado en la manipulación de la lengua como herramienta identitaria excluyente, naciera de una autoridad mayor a la de los tribunales.
Pero también al Gobierno de España, tan laxo en la aplicación de la ley como renuente a tutelarla incluso cuando las circunstancias legales le recuerdan sus obligaciones: por mucho que la ministra de Justicia haya dicho que la «sentencia» es inopinable y de aplicación vinculante; su colega de Educación ha rechazado toda responsabilidad y se la ha adjudicado al Tribunal Superior de Justicia, que conviene recordar es una instancia catalana imposible de descalificar con la manida acusación de ser un órgano centralista.
Todo el mundo sabe que el Gobierno, encabezado por Sánchez, no hará por hacer cumplir la ley en Cataluña si con ello desaíra a su socio independentista. Y lo sabe porque, entre otros despropósitos, el año pasado decidió excluir al español como lengua vehicular de la enseñanza pública en Cataluña.
Un abuso sin precedentes en ningún país occidental, donde la preservación de la cohesión nacional incluye la obviedad de que se pueda y deba estudiar en la lengua de todos: solo en España, que tiene en su idioma una de sus principales herramientas de proyección internacional, se da la paradoja sangrante de que en una parte de su territorio esté literalmente prohibida la mayor seña de identidad compartida del país.
Porque de eso se trata: el nacionalismo ha transformado la inmersión lingüística en una estrategia castradora de los lazos históricos de Cataluña con España; y en una imposición para modelar al «buen catalán», receloso del español y temeroso de que, por sentirlo propio, se le considere menos catalán según ese enfermizo razonamiento.
La insumisión del Gobierno catalán avala, desde luego, la aprobación de un «155 educativo» como el propuesto por Pablo Casado a Pedro Sánchez. Y aunque las opciones de que prospere son nulas, al menos servirá para retratar la hipoteca del Gobierno ante sus montaraces socios.
Porque hay que ser muy necio para amputarle a los niños una parte de sus derechos más elementales; pero también muy indecente para consentirlo y mirar para otro lado. Y eso es lo que hará, sin duda, el presidente del Gobierno.