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El insólito balance triunfal de Sánchez

El entusiasmo de Sánchez no se corresponde, en fin, con la realidad que padecen los españoles. Ni tampoco con los indicadores que recogen todos los organismos oficiales

Con el triunfalismo habitual de sus comparecencias, Pedro Sánchez cerró el año con una intervención pletórica de un optimismo que parecía más destinado a camuflar sus inmensas lagunas que a insuflar esperanza a la ciudadanía.

Escuchando al presidente, casi se diría que España tiene fortuna de ser uno de los países más dañados por la pandemia, pues gracias a ello se ha podido implementar un paquete de reformas que de algún modo mejoran el bienestar de todos.

Transformar las políticas asistenciales, por sistema definitorias de grandes problemas y necesariamente efímeras; en un síntoma de progreso y de concienciación social, es impropio de un gobernante serio que confunde el orden de sus prioridades y desecha los estragos que genera ese error.

Porque es cierto que el colchón asistencial ha sido más generoso que nunca, en toda Europa, pero no lo es menos que ninguna sociedad puede ser próspera si confía su futuro al auxilio público, válido para momentos concretos pero insostenible como política de Estado.

Lo que define a un Gobierno es el espacio que genera para que, con una intervención razonable y en los asuntos capitales donde la regulación pública es necesaria, la propia sociedad avance, genere empleo y distribuya de manera natural la riqueza derivada de todo ello.

Lejos de entender eso, Sánchez se ha lanzado a una deriva intervencionista en lo económico y en lo ideológico, caracterizada por una asfixiante intromisión del Gobierno en las esferas más variopintas de la vida pública y privada.

Si su reforma laboral y sus recetas fiscales van en la dirección opuesta al crecimiento económico, como apuntan todas las instituciones internacionales sin éxito alguno; sus propuestas legislativas aspiran casi en exclusiva a modelar un tipo de sociedad y de ciudadano adaptado a los patrones, necesidades e intereses del poder político vigente.

Que Sánchez confesara en su balance anual que la pandemia ha sido un «acelerador» de sus reformas, lo dice todo: aprovechar un drama así para implementar una agenda retrógrada e invasiva, pero además empobrecedora, define sin ambages el perfil de un personaje resumido en la aprobación de una inhumana ley de eutanasia en pleno apogeo de las muertes por coronavirus.

El entusiasmo de Sánchez no se corresponde, en fin, con la realidad que padecen los españoles. Ni tampoco con los indicadores que recogen todos los organismos oficiales. Más que un repaso a la realidad es un vano intento de ponerse un escudo y de intentar ponerle a la sociedad una imposible venda en los ojos.