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Una «reformita» patética

Se ha perdido una oportunidad de aplicar una reforma de verdad, en el sentido opuesto al que se pretendía pero mucho más ambiciosa, sensata y moderna que el mal menor finalmente aprobado

Con una victoria patética, fruto del error del voto telemático de un diputado del Partido Popular, el Gobierno sacó adelante ayer la reforma laboral para la que no tenía apoyo parlamentario después de que los dos diputados del Unión del Pueblo Navarro votaran en conciencia y en contra de lo pactado por su partido con el Gobierno. Las sospechas sobre la voluntad de la presidenta de las Cortes a la hora de ignorar o tergiversar la voluntad popular son muy graves. Aquí hay un caso en el que hay indicios más que relevantes de que se ha manipulado y tergiversado la voluntad de un representante de la soberanía nacional. Es decir, que la reforma laboral que se ratificó ayer en el Congreso de los diputados fue en contra de la voluntad popular manifestada mayoritariamente.

Peor aún, todo ello se produjo en medio de un espectáculo deplorable de competición dentro del Gobierno por buscar apoyos; finalmente ha quedado aprobada la reforma laboral, con una pintoresca alianza del PSOE y Podemos con Ciudadanos o el PDeCat, entre otras minorías regionales o cercanas a la izquierda radical y sin una mayoría parlamentaria real porque ésta se ha falseado.

A falta de conocer la profundidad de las heridas que este pacto dejará entre Pedro Sánchez y Yolanda Díaz o entre el PSOE y sus socios independentistas, queda claro por enésima vez el carácter inestable y desleal del presidente del Gobierno, capaz de firmar una derogación total con el partido de Otegi para cerrar, al final, una reforma de mínimos con Arrimadas.

Pero nadie debe engañarse: más allá de los devaneos alternativos de Sánchez, fruto de la incompatibilidad entre satisfacer a sus interventores nacionales, como ERC y Bildu, y atender en esto las exigencias de Europa; la coalición del PSOE con el populismo y el separatismo es sólida y será duradera.

Que la aprobación coincida con los malos datos de paro en enero, con una destrucción de 197.000 puestos de trabajo, 17.000 nuevos parados y un desempleo total superior de nuevo a los 3,1 millones de personas, demuestra algo: los problemas con el empleo en España no dependen tanto de su legislación laboral cuanto de la situación económica del país.

El trabajo no se crea por decreto, pero sí se puede destruir o aminorar con una legislación inflexible y una presión fiscal desmedida, que son las dos características fundamentales del mercado laboral español.

En el último año solo se ha creado empleo neto en la Administración Pública, con más de 220.000 puestos, mientras que en el ámbito privado se han perdido desde el comienzo de la pandemia 90.000 empleos, según confirma la Encuesta de Población Activa.

La aparente recuperación laboral es un espejismo. Y pese a ello, el Gobierno ha centrado el debate en cuestiones retóricas y políticas que tampoco ha podido llevar a la práctica por presiones de Europa: ni ha impulsado una derogación total ni ha promulgado un nuevo Estatuto del Trabajador, como prometió reiteradamente.

La «reformita» mantiene lo sustantivo de la legislación de Rajoy en 2012, y eso es a la vez lo mejor y lo peor: se ha perdido la oportunidad de impulsar una reforma de verdad, que atienda a la realidad del mercado y a retos tan evidentes como el teletrabajo, la digitalización, la formación profesional o la especialización. Por ello es inaceptable la cansina grandilocuencia que caracteriza a la vicepresidenta Yolanda Díaz, que calificó lo que no ha sido más que un leve remozado de la reforma del Gobierno Rajoy como una reforma histórica en defensa de la democracia. Pretender que la exitosa reforma laboral de Fátima Báñez atentaba contra la democracia es una estupidez palmaria.

En lugar de hacer una reforma histórica, se ha optado por incrementar la sindicalización de las relaciones laborales y por elevar la fiscalidad del empleo a la vez: la subida general de las cotizaciones y el ataque inminente a los autónomos van en la dirección contraria a la debida.

En resumen, se ha perdido una oportunidad de aplicar una reforma de verdad, en el sentido opuesto al que se pretendía pero mucho más ambiciosa, sensata y moderna que el mal menor finalmente aprobado.