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En la hora de la impotencia

Descansar en unas inciertas sanciones la contención de Rusia es, como poco, ridículo. Una operación como ésta se prepara en detalle con mucha antelación y las da por descontadas

Desde el pasado martes, cuando el presidente Putin anunció el reconocimiento de la independencia de las dos repúblicas del Donbás, era ya evidente que Rusia invadiría Ucrania. Cuando Putin aclaró que ambas repúblicas tendrían como fronteras las demarcaciones originales como provincias y exigió al Gobierno de Kiev negociar con ellas la entrega del territorio no controlado por las milicias independentistas, no cabía ya duda de que estábamos ante el argumento para ordenar el ataque. Nos encontramos ante una operación militar diseñada con mucha anterioridad, como lo está toda la escenografía diplomática que nos ha llevado a este momento.

El comportamiento ruso no tiene justificación, ni política ni jurídica. Ucrania es un Estado soberano. Una soberanía que Rusia se comprometió a garantizar en el célebre Memorando de Budapest de 1994, por el que Ucrania se desprendía del cuantioso armamento nuclear heredado de sus tiempos como parte de la Unión Soviética. Los argumentos esgrimidos por Rusia a lo largo de estos años carecen de todo fundamento, se basan en planteamientos nacionalistas irracionales y se dirigen a obtener de la comunidad de naciones el derecho a constituir un área de influencia, de nuevo la doctrina Breznev, que no tiene cabida ni en el marco normativo ni en los valores que deben regir la vida internacional.

Ante la irreversibilidad de los hechos cabe preguntarse si hemos estado a la altura de los acontecimientos. Los actos tienen consecuencias. El no haber sabido gestionar las campañas de Irak y Afganistán ha dañado seriamente el prestigio y la credibilidad de Estados Unidos y de la Alianza Atlántica. La patética salida de este último país ha convencido a muchos del estado de debilidad de la potencia que ha ordenado la política internacional durante más de medio siglo. Si a ello sumamos la precaria situación del presidente Biden, en su partido y en el Congreso, es comprensible que aquellos que rechazan el denominado «orden liberal» aprovechen el momento para acelerar su derrumbe. Posiblemente Biden buscaba calmar ansiedades cuando aseveró que Estados Unidos no enviaría tropas a Ucrania, pero lo que de hecho consiguió fue convencer al Gobierno ruso de que el precio a pagar por la invasión sería tolerable. La Alianza se dotó de un instrumento, la OTAN, para establecer un sistema de defensa colectiva. Repetir, como se ha hecho estas últimas semanas, que la Alianza no se ve afectada por lo que está ocurriendo, ya que Ucrania no es un Estado miembro, es confundir el medio con el fin, el derecho con la realidad. Todo lo que ocurre en Europa es de interés para la Alianza, más aún cuando se creó para contener a Rusia, en formato Unión Soviética, en su indisimulado intento de avanzar hacia el oeste.

La Unión Europea lleva tiempo jugando con la idea de ser un «actor estratégico». Cuando el presidente Macron o el alto representante Borrell utilizan la expresión cabe siempre la duda de si plantean una reivindicación o es sólo un deseo. Llegó el momento de la verdad, cuando la Unión se ha encontrado con la crisis de seguridad más importante desde el final de la II Guerra Mundial, y su respuesta ha sido penosa. Si cabía alguna duda, la Unión Europea ni es ni se espera que pueda ser en el medio plazo un actor estratégico. Carece de visión y de voluntad para serlo, por mucho que le sobren medios.

Los Estados europeos, tanto en el marco de la Alianza Atlántica como de la Unión Europea, condenan el comportamiento ruso, como era previsible, y celebran que ambas organizaciones hayan mantenido la unidad en circunstancias complejas. ¿Era ese el problema? ¿El reto era mantener la unidad o disuadir a Rusia de comenzar una aventura de graves consecuencias para todos? Celebremos pues la unidad, que nos permite asistir a este desastre sin hacer nada relevante para defender la soberanía de un Estado que cometió la osadía de querer ser miembro de la Alianza Atlántica y de la Unión Europea, de compartir su futuro con el bloque de los estados occidentales comprometidos con la defensa de la dignidad humana.

Descansar en unas inciertas sanciones la contención de Rusia es, como poco, ridículo. Una operación como ésta se prepara en detalle con mucha antelación y las da por descontadas. Es más, no sería de extrañar que en el Kremlin consideren que están más preparados para sufrir sus efectos que nosotros, víctimas irremediables de sus consecuencias económicas. Por otro lado, las sanciones no son más que la expresión de nuestra impotencia. Las que se tomaron contra el régimen de Franco le fortalecieron. Las sanciones contra la Cuba castrista no impidieron el enrocamiento de su régimen, como ha ocurrido recientemente en la Venezuela bolivariana. Las aplicadas contra el Irak de Sadam Hussein no lograron que frenara sus violaciones a las condiciones impuestas tras la invasión de Kuwait. Las aprobadas contra el Irán de los ayatolás sólo han conseguido que la credibilidad de Estados Unidos se haya venido abajo en la región.

Dejemos de engañarnos y comencemos a asumir la realidad de nuestro tiempo actuando en consonancia. Si la ridícula retirada de Afganistán dio alas al Kremlin para avanzar en Ucrania, lo que está ocurriendo estos días en aquel pobre país traerá consigo nuevas e indeseables consecuencias.