No es la guerra, es Sánchez
Rusia ha terminado por retratar las funestas consecuencias de un Gobierno incapaz de entender el desafío histórico que le tocaba gestionar y centrado, en exclusiva, en la promoción propia de su presidente
Pedro Sánchez pretende persuadir a los españoles de que los profundos estragos económicos que padecen, prácticamente desde su llegada al Gobierno en 2018, son fruto exclusivamente del impacto mundial que tiene la invasión de Ucrania por parte de Rusia.
Que esa guerra despiadada lanzada por un tirano afecta en todos los órdenes a la comunidad internacional, y en especial a Europa, es obvio: si algo contrae la economía es la inestabilidad; y nada la provoca más que un conflicto bélico en el que también se dirime una parte, no menor, del orden mundial.
Pero una cosa es que Putin haya creado problemas nuevos o agudizado los existentes y otra, bien distinta, es que sea el responsable de las heridas económicas que ya tenía España, de las decisiones equivocadas adoptadas por su Gobierno y de su espeluznante falta de reacción a todo ello.
La actitud del presidente en el Congreso, haciéndose el ofendido por los reproches de la oposición y exigiendo un consenso en torno a él y no de las imprescindibles políticas que han de acometerse en momentos tan complejos; confirma su poco aprecio por el juego democrático y su insufrible tendencia a considerarse inductor de los avances de terceros (sean la vacuna o la creación de empleo en Madrid o Andalucía) y, sin embargo, ajeno a los reiterados errores propios.
Porque España ha sido, bajo su batuta y antes de Ucrania, el país que más destruyó su PIB y que menos crecimiento posterior registró. El que más empleo arrasó y el que peores tasas de paro femenino y juvenil padece de Europa. Y el que más vio engordar su deuda y su déficit por una política económica suicida, sustentada en el desmedido gasto público; el encarecimiento de los costes laborales; la asfixiante subida de impuestos y la creación de subsidios y pagas con las más peregrinas excusas. Incluso el encarecimiento de la luz y el combustible, muy relacionado con la crisis bélica, ya era insoportable antes de que el tirano de Moscú rompiera todas las reglas del derecho internacional y pisoteara los derechos humanos con una sevicia merecedora de juicio, algún día, en el Tribunal de La Haya.
En España, más que un crecimiento posterior a lo peor de la pandemia, hemos visto un efecto rebote derivado más del fin de las restricciones que de la aplicación de una política económica sensata, sustituida por Sánchez por un espejismo despilfarrador con el dinero de los Fondos Europeos y los desmedidos ingresos fiscales del Estado.
Rusia ha terminado por retratar las funestas consecuencias de un Gobierno incapaz de entender el desafío histórico que le tocaba gestionar y centrado, en exclusiva, en la promoción propia de su presidente, a costa de negar las evidencias anticipadas por todos los organismos financieros nacionales e internacionales y al precio de dejar a España al borde de la quiebra técnica. En ese contexto, cuyos peores efectos aún están por llegar, el Gobierno debe buscar Pactos de Estado reformistas, desde el compromiso con la oposición y la aceptación de una realidad siniestra, que pasen por repartir el sacrificio entre todos y no solo en las capas productivas, asfixiadas cuando no extintas. Un primer paso imprescindible sería que Sánchez acometiera, de verdad, una reforma del gasto de la propia Administración Pública, ajena a los recortes y esfuerzos que el resto de la sociedad ya ha hecho, asumiendo unos daños que no pueden aumentarse mucho más.
Pero si en lugar de eso exige fidelidad a sus estropicios o sugiere a los ciudadanos, como ha hecho Borrell, que reduzcan el consumo en calefacción, las perspectivas de reacción quedan reducidas a la nada. Y la necesidad de denunciar la gestión de Sánchez, más ocupado en grabar una serie de televisión que en enderezar su rumbo, será una obligación casi patriótica.