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El paro de los transportistas representa a la España olvidada

Ellos han alzado la voz, desde la desesperación, y se han ganado probablemente con ello un aplauso de la España silenciada y olvidada que, por una vez, ha sabido decir basta

Los transportistas pertenecen a ese inmenso sector poblacional que soporta todas las crisis, hace todos los esfuerzos para sostener al país y, a menudo, son ignorados por las mismas administraciones que en realidad existen sin apreturas gracias a ellos.

En esos autónomos están representados tantos otros como ellos, pero también trabajadores por cuenta ajena, comerciantes, pequeños empresarios, agricultores, ganaderos, pymes y esa España productiva que se siente, con toda la razón, utilizada primero, asfixiada después y abandonada finalmente.

Porque de ese modelo productivo depende, no lo olvidemos, cerca del 90 % de trabajo y de los ingresos fiscales del Estado; que impone una exigencia máxima en todos los frentes, sin dar ningún ejemplo y utilizando, como endeble coartada, el sostenimiento de unos servicios públicos ciertamente innegociables tras los cuales se parapeta, con impudor, una «industria política» onerosa para las arcas e incapaz de sumarse al esfuerzo que exige al resto.

Convertir el paro voluntario de autónomos y trabajadores en una especie de asonada violenta puede interesarle mucho al Gobierno, que disipa así su responsabilidad en una inflación insoportable para todos menos para el Estado, que hace mientras su agosto fiscal recaudatorio; pero a nadie más.

Esos incidentes son repudiables, como tantos otros protagonizados en el pasado por «piquetes informativos» de CCOO o UGT que alteraban el orden público y lo alterarán en el futuro gracias a una reforma legal de este Gobierno a favor de sus abusos. Pero no representan, bajo ningún concepto, a la inmensa mayoría de los transportistas que han decidido plantarse.

Porque no se le puede obligar a nadie a trabajar a pérdidas por pagar el combustible a un precio desorbitado que el Gobierno no quiere rebajar, apelando a Europa como si no estuviera en su mano hacer nada, para no quedarse sin los onerosos ingresos derivados de la carga fiscal que soporta el consumidor en cada recibo energético.

Y porque tampoco se puede criminalizar a quien, en realidad, ha tenido la valentía de romper la pavorosa complicidad de los sindicatos tradicionales con el Gobierno y acabar con el monopolio de la protesta interesada que las centrales solo desatan para auxiliar a la izquierda o imponer una negociación colectiva en el ámbito público incompatible con el sostenimiento de las finanzas españolas.

Si los piquetes se hacen mayoritarios, El Debate se verá obligado a retirar su respaldo a una movilización que, junto a la del campo, merece todo el reconocimiento. Y si, incluso desde el pacifismo, el paro afecta gravemente al suministro de artículos necesarios para los ciudadanos, apelará a los transportistas a que hagan gestos de buena voluntad por un bien mayor que se pondría en peligro.

Pero mientras, solo queda reconocer su valentía y recalcar que su protesta defiende a millones de personas de un Gobierno incapaz de atender una emergencia nacional inaplazable. Y que, mientras, se lucra de todo aquello que denigra gracias a la complicidad del aparato mediático, político y sindical que decide desde hace lustros quién paga, quién cobra y quién manda. Ellos han alzado la voz, desde la desesperación, y se han ganado probablemente con ello un aplauso de la España silenciada y olvidada que, por una vez, ha sabido decir basta.