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Con las víctimas del terrorismo

No se podrá hablar del fin del terrorismo, por mucho que ETA no mate, mientras el martirio de sus víctimas no sea la bandera a ondear de España y el epicentro de toda decisión política posterior

La Asociación de Víctimas del Terrorismo ha convocado una manifestación para este sábado en la emblemática plaza de Colón de Madrid, símbolo ya de las protestas de todo tipo contra un Gobierno insensible a todas ellas y dispuesto siempre a denigrarlas y a vejar a sus promotores.

Pero ésta, la de los mártires de ETA, merece un reconocimiento y un respaldo especiales: se quejan, con razón, del sistemático olvido y el indecente abuso que sufren. Y lo comparan, doloridas, con las atenciones y beneficios que reciben sus verdugos y los aliados políticos de éstos.

La negativa del Gobierno a suscribir las iniciativas parlamentarias de PP, Vox o Ciudadanos de prohibir los abyectos «ongi etorris» y cualquier tipo de exaltación de los etarras al volver a sus pueblos es la gota que colma un vaso ya rebosante desde que Sánchez llegara a Moncloa.

Porque en ese momento comenzó el indigno cambalache que intercambia el apoyo de Bildu al presidente a cambio de beneficios para los presos de ETA y de la reescritura del relato del horror para diluir la crueldad de los terroristas, la complicidad de su brazo político, la sumisión del PSOE y todos los pactos posteriores.

Nada de lo hecho por Sánchez en este ámbito obedece a una voluntad honesta por zanjar con dignidad medio siglo de asesinatos, secuestros, extorsión y dolor con una política de consenso democrático que ponga a las víctimas a la cabeza de todo y gestione desde ahí el epílogo del drama y la estigmatización, para siempre, de las causas que lo impulsaron.

Al contrario, la política penitenciaria, los acercamientos, la impunidad de los homenajes o la rehabilitación de Otegi como socio preferente son, simplemente, las facturas que los proetarras giran a Moncloa a cambio de respaldar sus presupuestos o la investidura de Sánchez, que paga intereses personales con valores colectivos.

Por todo ello protestan las víctimas. Y protestan con razón: no se podrá hablar del fin del terrorismo, por mucho que ETA no mate, mientras el martirio de sus víctimas no sea la bandera a ondear de España y el epicentro de toda decisión política posterior.

Que en lugar de eso se sientan abandonadas, y el Gobierno y sus satélites las traten como si fueran un incordio, produce mucha tristeza y obliga a posicionarse con suma simpleza: o se está con las víctimas, o se está contra ellas. En algo así, no hay términos medios.

Porque la equidistancia que mantiene el Gobierno, que dice una cosa y hace la contraria como en tantos otros frentes, rehabilita a los asesinos y humilla a sus víctimas. Y blanquea también las causas y los objetivos que impulsaron a ETA, dejando siempre abierta la posibilidad de que, algún día, sus herederos vuelvan a las andadas: para evitar eso, era crucial que todos sintieran vergüenza por su pasado. Y lo que sienten, por culpa de Sánchez, es un indecente orgullo que además no ocultan.