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Pactar con Vox es legítimo; con Podemos, Bildu y ERC no

Vox puede gustar más o menos, pero es un partido constitucional que no discute los procedimientos legales y parlamentarios para imponer sus ideas

El PSOE ha renovado su manida «alerta antifascista» con motivo de la investidura de Alfonso Fernández Mañueco como presidente de Castilla y León, en el primer Gobierno de coalición entre el PP y Vox sellado en toda España, anticipo tal vez de otros muchos igual de razonables.

La sobreactuación del líder regional socialista, Luis Tudanca, no es más que la consecuencia de una consigna que la izquierda viene repitiendo desde hace años, hasta el punto de estrenarla con motivo de la investidura de Juanma Moreno en Andalucía, a principios de 2019, precedida de ese mismo sainete protagonizado entonces por Pablo Iglesias y todo el PSOE.

La falaz pose se cae por su propio peso con una simple pregunta: si tanto le preocupa a la izquierda el auge de la supuesta ultraderecha, ¿por qué no ofrece sus votos para frenarla, apoyando a la lista más votada, como han hecho en Francia tantos partidos?

Es evidente que el discurso en Castilla y León, como antes en Madrid, Andalucía o Murcia y mañana en toda España; obedece a una burda estrategia bien sencilla de identificar: se trata de bloquear, sin más, la posibilidad de que cuaje una alternativa al PSOE y más específicamente a Pedro Sánchez.

Porque esa sería la consecuencia de negarle todo apoyo al PP, vigente desde el ínclito «no es no» de Sánchez a Rajoy y, a la vez, intentar deslegitimar la posibilidad de que los populares pacten una mayoría alternativa: el «cordón sanitario» no es en realidad a Vox, sino a Feijóo como relevo del actual presidente del Gobierno.

En cualquier circunstancia, boicotear la esencia de la democracia, que es la alternancia, califica a los promotores de esa deriva, bien definidos por años de bloqueo, mociones de censura, inmunidad al diálogo y finalmente deslegitimación de sus rivales.

Pero es especialmente grave, desde un punto de vista conceptual, cuando esa cruzada procede de un partido que se ha servido de socios indeseables para prosperar: Vox puede gustar más o menos, pero es un partido perfectamente constitucional que no discute los procedimientos legales y parlamentarios para imponer sus ideas y acepta deportivamente el rechazo a las mismas.

No se puede decir lo mismo de Podemos, que discute la Constitución, intenta derribar al Rey y proclama el inexistente derecho a romper la unidad de España. Y tampoco se puede naturalizar la alianza socialista con un partido dirigido por un terrorista condenado, Arnaldo Otegi, y otro encabezado un golpista con sentencia firme, Oriol Junqueras.

El mantra de la ultraderecha es, amén de injusto y antidemocrático, inútil: estimular un miedo que nadie siente, salvo los seguidores más recalcitrantes de los heraldos del nuevo antifascismo, ni ha frenado a Vox en España ni lo ha hecho a partidos similares en Francia, Hungría o Polonia.

No suscribir la agenda de esta izquierda, sustentada en una impúdica ingeniería social, no equivale a rechazar las causas que esgrimen para justificar su proyecto ideológico: se puede estar con la igualdad y contra la violencia machista, por citar dos banderas concretas, sin suscribir las barbaridades legales, morales y éticas que impulsan en su nombre.

Pero, sobre todo, se puede y se debe organizar una alternativa sensata a un Gobierno que, además de todos sus delirios sectarios, ha hundido al país en una triple crisis económica, identitaria y social de gravísimas consecuencias.

Si el PP y Vox son capaces de conformar esa mayoría, no hacerlo por el miedo a la pena de Telediario que sufren preventivamente sería un flaco favor a todo lo que ambos dicen servir. Castilla y León no debe ser una excepción, pues, sino la norma tranquila en adelante.