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Editorial

La persecución al español en Cataluña: un asunto de Estado

La insumisión de la Generalidad catalana es grave, pero mucho más lo es la complicidad del Gobierno de España, dispuesto una vez más a mirar para otro lado ante el enésimo abuso de un movimiento de naturaleza xenófoba con pocos parecidos en Europa

La Generalidad se ha vanagloriado públicamente de incumplir la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que refrenda el derecho de los menores catalanes a recibir en español el 25 por ciento de la enseñanza pública.

Que algo de elemental sentido común requiera de intervención judicial ya lo dice todo del desquiciado ecosistema político catalán, que ha dedicado ingentes esfuerzos y presupuestos a intentar sembrar la empobrecedora necedad de que no se puede ser un catalán «pleno» si no se considera a la lengua de todos una herramienta ajena, casi invasiva y agresora.

Pero que ni siquiera una decisión judicial sea suficiente para restituir el derecho clama al cielo y pone en duda el sistema en su conjunto, más allá del conflicto en cuestión.

Porque antes incluso de dirimirse la cuestión de fondo, que es inaceptable, ha de calibrarse qué significa para la propia democracia el ejercicio impune de insurgencia de una Administración Pública que existe y se debe al ordenamiento jurídico.

¿La ley es o no vinculante en función de la capacidad política de quien recibe sus advertencias? ¿O de la ascendencia que tenga en el Gobierno de España? ¿Se puede amputar a los niños catalanes una parte de su patrimonio cultural, sentimental y práctico, por delirios identitarios?

La insumisión de la Generalidad catalana es grave, pero mucho más lo es la complicidad del Gobierno de España, dispuesto una vez más a mirar para otro lado ante el enésimo abuso de un movimiento de naturaleza xenófoba con pocos parecidos en Europa.

Porque a esa clase dirigente catalana que pisotea las leyes y convierte a los menores en rehenes de su totalitarismo, le acompaña la sumisa condescendencia de Moncloa y particularmente del PSOE de Pedro Sánchez: antes de eso, excluyó al español como lengua vehicular en la nueva ley educativa, la sectaria LOMLOE. Y a la vez, votó a favor de la trampa legal con la que la Generalitat quiere adecentar su abuso.

Y cabe recordar que quienes ahora cercenan derechos esenciales son los mismos que, hace un suspiro, fueron indultados por Sánchez, por razones ajenas al espíritu de la ley y estrictamente relacionadas con el impúdico cambalache de favores entre el socialismo y el independentismo.

Si la Generalidad se atreve a desafiar al Estado y convertir a los escolares en rehenes de su proyecto identitario, es porque el Gobierno ejerce de cómplice pasivo del desvarío. Y si el juego de contrapoderes que define a una democracia no actúa ahora, la propia democracia quedará herida gravemente.

Porque no puede ser que España asista en tiempo real a la agresión sistemática a su lengua y que nadie, desde ningún ámbito, haga nada eficaz para frenar esa penosa coacción institucionalizada al patrimonio común más preciado de todos.

Los niños catalanes tienen la inmensa fortuna de disponer de dos lenguas, y ambas merecen protección, cuidado, afecto y uso. La catalana no está amenazada por nada y por nadie. Pero la española, que es común e internacional, sí lo está y de qué manera: la lengua que quiere aprender medio mundo está perseguida en una parte de España.

Y el mismo Gobierno que quiere imponerle un «155 fiscal» a Madrid, la Comunidad que más aporta al reequilibrio territorial de España, consiente vergonzosamente las andanzas impunes del separatismo para prolongar el más abyecto proyecto de ingeniería social que se perpetra en Europa. Ese que no se frena ni siquiera con la población más indefensa.