Verdades, mentiras y advertencias de la ola de calor extremo
El calentamiento global no es responsable de las altas temperaturas que estamos sufriendo pero sí de que éstas sean tan extremas y prematuras, lo que debería obligar a las Administraciones a activar medidas de prevención para convivir con un fenómeno que, por desgracia, va a ser cada vez más frecuente
Cuesta recordar una recta final de primavera tan calurosa como la que estamos padeciendo en las últimas semanas. Porque hay que tener presente que este episodio de altas temperaturas más propias de la canícula se está produciendo sin que aún hayamos ingresado en el periodo de verano meteorológico. No es la primera vez que sucede algo así, como no se ha cesado de recordar machaconamente en los últimos días.
La más remota que se recuerda data de 1981. Pero sí es cierto que en los últimos lustros estas olas de calor tan prematuras se han vuelto recurrentes. De modo que no hay que tomárselo como una molestia anecdótica y actuar de manera preventiva. Nuestro futuro socioeconómico depende en buena medida de ello.
De igual manera tampoco hay que asumirlo con un alarmismo exagerado. Por más que abunde el catastrofismo apocalíptico que presenta el azote de estos días tórridos como la prueba definitiva del cambio climático, lo cierto es que existe consenso científico en que este fenómeno en sí no se puede achacar del todo al calentamiento global.
Olas de calor en España, se insiste desde entidades tan solventes como la Agencia Estatal de Meteorología o el CSIC, han existido siempre. Y siempre las habrá, porque es el comportamiento natural de la atmósfera por estas latitudes y en esta época del año. Lo que sí hay que atribuirle al calentamiento global es su carácter tan extremo, prematuro y frecuente de unos años a esta parte.
El aumento de las temperaturas, en definitiva, no provoca las olas pero sí las modifica, convirtiéndolas en más intensas, más prolongadas, más tempranas y más recurrentes. Y hay que estar preparados para convivir con ellas. Porque cada vez marcarán con más severidad nuestra vida diaria, con consecuencias directas para el mundo del trabajo, la educación, la salud, el comercio o las energías.
No es, por consiguiente, un asunto baladí y habrá que tenerlo previsto para el futuro. Sin exageraciones ni postureos sectarios, con colaboración entre las distintas administraciones y con espíritu práctico. Porque no tendrá sentido, por ejemplo, mantener los horarios escolares y laborales actuales en las vísperas del verano –con las consecuencias para la salud y la productividad que ello puede conllevar– o centrar el drama de la pobreza energética solo en los meses de invierno.
Al calor de esta última y terrible ola, bien podrían ir tomándose nota de medidas para irlas moldeando y aplicando en el porvenir. Por eficacia y por bienestar.