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Editorial

El asalto a las instituciones

Frenar a este presidente no es una opción, sino una obligación genuinamente democrática que, de no ejercerse, puede tener unas consecuencias letales para todos

Pedro Sánchez ha sumado tres piezas nuevas a su pabellón de objetivos institucionales sometidos con el indiscreto asalto, a plena luz del día, de la empresa Indra, del Tribunal Constitucional y del Instituto Nacional de Estadística.

El descaro de la operación solo es superado por sus nefastas consecuencias, en términos de regresión democrática: la mera sospecha de que la expulsión de los consejeros independientes de Indra obedece a la intención de controlar a una empresa relacionada con el control de los procesos electorales es suficiente, en sí misma, para activar todas las alarmas.

Porque si algo ha demostrado Sánchez es que su reiterada tendencia a influir en instituciones ajenas no es casual ni inocente: desde el CIS hasta el CNI, Correos, RTVE, la Fiscalía General o la Abogacía del Estado han sido objeto de deseo, primero, y herramienta de manipulación, después, de un presidente alérgico a la separación de poderes.

Y es muy difícil creer que ese no será también su objetivo con la compañía tecnológica, el más Alto Tribunal del ordenamiento jurídico español o el organismo dedicado a traducir en cifras la realidad española y a definir la imagen del país que se conforman los españoles, del que ya ha dimitido su propio presidente por razones obvias.

Porque si no es así, ¿a qué obedece el empeño de Sánchez en colonizar cada rincón del Estado? Si no es para ponerlos a su servicio, ¿qué necesidad tiene de que parezca lo que supuestamente no es?

En todos los casos anteriores, además, se han cumplido los peores presagios, resumidos en la utilización de la Fiscalía General con el indecoroso nombramiento de un ministro del PSOE para cumplir la misión encomendada.

Y resulta evidente, también, el incontrolable afán de Sánchez por someter a la Justicia: cuando no se salta las resoluciones del Supremo, indultando a condenados por él; ignora las sentencias del Tribunal Superior catalán relativas a la enseñanza en español o directamente legisla para paralizar o adaptar al Consejo General a sus intereses y necesidades.

Si a eso se le suma la irrefrenable tendencia a maquillar la realidad cambiando la manera de contabilizarla, sea con los parados o con los suspensos, el temor a una usurpación del INE para fabricar un universo paralelo e inducir estados de opinión está justificado.

Solo en las democracias degradadas las instituciones se subordinan a los partidos. Y solo en los regímenes totalitarios se someten luego a un líder plenipotenciario que convierte al Estado en un instrumento de sus designios.

Creer que eso es imposible en España, un país democrático encajado en Europa, es ya de incautos vistos los precedentes: Sánchez ha demostrado una contumacia incansable a la hora de derribar los controles del Estado de derecho y ha acostumbrado a la opinión pública a sus excesos, hasta el punto de hacerlos aparentemente menos graves.

Su insistencia en ello no debe ser el preámbulo de una relajación colectiva, sino la señal de alerta de que algo grave pueda pasar. Y por ello reclama de los contrapoderes del Estado una reacción enérgica, a la altura de los valores que representan: frenar a Sánchez no es una opción, sino una obligación genuinamente democrática que, de no ejercerse, puede tener unas consecuencias letales para todos.