Urge reformar la Administración Pública
El intento clientelar del Gobierno de ganarse el apoyo de los funcionarios con subidas salariales exige una respuesta sosegada y clara de la sociedad
El Gobierno va a incluir en los Presupuestos Generales una subida del 9,5 por ciento, la mayor incluso por encima de los pensionistas, para todos los empleados públicos, que se transmitirá obviamente más allá de la Administración General del Estado y acabará llegando a las comunidades, los Ayuntamientos y cualquier ente público dependiente de todos ellos.
Y lo hará con la oposición del CSIF, mayoritario en el sector, y la bendición de CC.OO. y UGT, gregarios en todo del Gobierno, ajenos siempre a las circunstancias del resto del país y convencidos de que merecen un trato distinto con independencia de la grave situación económica general.
Resulta sencillo señalar los aparentes privilegios de los funcionarios y hacer tabla rasa con todos ellos: sus puestos tienen unas retribuciones un 50 por ciento superiores a los del mismo rango en el ámbito privado; su poder adquisitivo es un 20 por ciento superior pese a la inflación y su estabilidad, facilidades para la conciliación, jornada laboral, descansos, vacaciones, extras y teletrabajo son infinitamente superiores.
Y ya está claro que las mejoras en los derechos de unos no abren el camino para otros y, al contrario, perpetúan los déficit en el ámbito privado, con políticas fiscales extractivas para las empresas y las rentas del trabajo, al objeto de lograr a cualquier precio los recursos con los que sostener ese estatus.
Pero siendo eso cierto, no lo es menos que la generalización es injusta: en los más de tres millones de empleados públicos también están médicos, enfermeros, profesores, militares o policías; con unas retribuciones en no pocos casos indignas y unos trabajos extenuantes.
La crítica al dispendio global solo es razonable si, a la vez, se denuncia ese fenómeno y se exigen correcciones, algunas de ellas severas: es indecente que en España cerraran 22.000 pequeñas empresas y comercios en agosto y que, sin embargo, permanezcan abiertos cientos de chiringuitos públicos creados exclusivamente para prolongar el clientelismo político y sindical que tanto daña a las finanzas públicas.
Y es inaceptable que, cuando se subsane eso algún día por falta galopante de recursos, lo paguen de igual manera los servidores públicos ejemplares que los colocados con carné en esa inmensa industria política que consume buena parte del ingente esfuerzo fiscal de los contribuyentes.
A los sindicatos poco puede pedírseles: han hecho de la función pública su gran sustento; y de las conexiones con el poder político la causa de su supervivencia. Y del Gobierno, aún menos: cree que cortejando a funcionarios, como antes o a la vez a pensionistas o jóvenes entre otros colectivos, va a garantizarse su voto, en la peor tradición de los regímenes caciquiles por todos conocidos.
Pero sí puede esperarse algo de la sociedad. Que distinga lo imprescindible de lo innecesario y que exija una reforma quirúrgica de la Administración Pública que dignifique la situación de los servidores necesarios y ahuyente la mezcla de despilfarro y nepotismo que la caracteriza.
No se trata de estigmatizar a toda la función pública, por supuesto, sino de defenderla evitando que en su nombre se siga prolongando un asalto al erario público que siempre ha sido intolerable, pero ahora es, además, inasumible.