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Editorial

La ley trans, una agresión a los menores de edad

Pedro Sánchez debe frenar, sin dilación ni ambages, una ley que agrede a los niños, ataca a la condición humana y pone en peligro la salud física y mental de los más indefensos.

Aunque está pendiente de aprobación parlamentaria, que ojalá no llegue nunca, el anteproyecto de ley trans impulsado por el Gobierno ya es una realidad, no ejecutiva pero firme, que transforma en un inexistente derecho el delirio ideológico del Ministerio de Igualdad, con el beneplácito de Pedro Sánchez y del conjunto del PSOE.

La norma no es solo un despropósito, también es un ataque a la condición humana e, incluso, una agresión a la infancia: permite el cambio de sexo a partir de los 12 años con permiso judicial; entre los 12 y los 14 con autorización de los tutores o de un sustituto designado por los tribunales y, desde los 16 años, sin la mediación de nadie.

Y consiente, también, de que cualquier adulto se cambie de género y de nombre con el simple trámite administrativo de acudir a una ventanilla del Registro Civil, donde un funcionario se limitará a oficializar la frívola metamorfosis, con el quebranto que eso causa en infinitos órdenes de la vida, desde los económicos hasta los penales pasando por los deportivos o los civiles.

La airada reacción del movimiento feminista clásico, más que justificada, puede frenar esta afrenta al sentido común, que no obstante sigue en trámite: no tiene sentido que a las mujeres les haya costado décadas lograr la igualdad, al menos sobre el papel, y que ahora cualquiera pueda ostentar esa condición acudiendo a un simple registro, por razones que pueden ser además perversas.

Pero si la ley en su conjunto es una barbaridad, en el caso de los menores de edad es inhumana. En lugar de atender la disforia como se merece, desde la evidencia científica de que la inmadurez explica hasta el 80 por ciento de los casos y demuestra que se pasa al alcanzar la plenitud, la esconde para consagrar tratamientos hormonales, cuando no mutilaciones físicas, de carácter irreversible y peligrosas para la salud.

Poner en riesgo la vida de los menores, aumentando su confusión cuando no poniéndola de moda, es un acto de salvajismo institucionalizado que responde a la misma visión inhumana del Gobierno en toda su legislación más infumable: la que se adentra en las relaciones íntimas para intervenirlas con la excusa de mitigar las agresiones sexuales; la que intenta convertir la maternidad en un estorbo para la realización plena de la verdadera mujer o la que ofrece una inyección a los enfermos para acabar con sus vidas.

No estamos, pues, ante un conjunto de leyes simplemente desacertadas, fruto de una concepción errónea del ser humano y de una visión ideológica avanzada que intenta atender las expectativas de grupos minoritarios pero existentes.

Al contrario, asistimos en directo a un proyecto de ingeniería social que aspira a reinventar la propia condición humana para generar problemas inexistentes a los que ofrecer soluciones absurdas a cambio de modelar conciencias y adaptarlas a un objetivo político.

Parar esto no debiera depender de credos políticos ni filiaciones partidistas, sino de un sentido común elemental que no parece existir en el Gobierno. Porque una cosa es que existan ministras sectarias como Montero y otra, más grave, que el propio presidente alimente sus desvaríos y los inscriba en el BOE.