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Editorial

El día de la infamia de Sánchez

El Gobierno indultó a los delincuentes y ahora indulta al delito, lo que en la práctica es una invitación a que lo vuelvan a cometer con impunidad

España se recuperará algún día de la crisis económica, por lejano que ese momento parezca, pero va a tener mucho más complicado superar el drama institucional inducido por el propio Gobierno y, en particular, por quien lo encabeza, Pedro Sánchez.

Porque derogar un delito como el de la sedición para satisfacer a quienes lo cometieron en 2017 supone añadir al indulto de los condenados la impunidad para lo que hicieron, lo que en la práctica les invita a repetirlo cuando España vuelva a estar dirigida por políticos a la altura.

Ni toda la parafernalia retórica de Sánchez, adornada con mentiras tan sonrojantes como la de que esta reforma penal nos homologa con Europa, pueden ya maquillar la evidencia de que, en el viaje de sobrevivir, este presidente es capaz de hipotecar lo más sagrado de España.

Porque nada de lo que da tiene por contrapartida un compromiso de lealtad constitucional de los beneficiarios de una catarata de dádivas ya obscena: la reforma del Código Penal, la liberación de terroristas, la expulsión de la Guardia Civil de Navarra o la legitimación del propio separatismo haciéndole socio de Gobierno y partícipe en una «Mesa del diálogo» de tú a tú con el Estado nunca serían presentables; pero mucho menos cuando a cambio solo reciben un redoble del desafío.

Lo dejó muy claro, horas antes de que el Gobierno enterrara el delito de sedición en el Congreso, el líder batasuno, Arnaldo Otegi: Sánchez depende de Bildu y de ERC y, sin ambos partidos, caería. Y solo a cambio de aceptar un chantaje inadmisible le mantienen en la Moncloa con respiración asistida.

La afrenta al Estado de derecho que viene induciendo Sánchez no tiene parangón, y explica a la perfección su campaña de desgaste de todos los contrapoderes definitorios de una democracia: como todo lo que hace es ilegítimo; ha de intentar que no sea además ilegal; procediendo en consecuencia a una devaluación galopante de la separación de poderes y de las instituciones.

Las preguntas ahora son dos: cuál será el próximo paso y cuándo lo dará, ora Sánchez, ora sus aliados. Porque llegados a este punto disruptivo, nada puede descartarse ya: ni una subida de la tensión separatista para alcanzar más objetivos antes de que las elecciones generales releven a Sánchez, algo que empieza a ser una urgencia nacional; ni un incremento de las concesiones para simular una entente cordial entre los cabecillas un negocio político ya casi mafioso.

Y otra pregunta importante: ¿qué tiene que pasar en España para que se movilice la sociedad civil, el empresariado, la ciudadanía? Estamos asistiendo a una destrucción de nuestro modelo social y de nuestra nación y son muy pocas las voces que se manifiestan al respecto. Una excepción fue la concentración el pasado jueves de una veintena de asociaciones y plataformas convocadas por Mariano Gomá, Jaime Mayor Oreja y Alejo Vidal-Quadras para hacer una declaración conjunta contra la desintegración de España.

Ocurra lo que ocurra el día de mañana, la responsabilidad será de Sánchez, esté donde esté: nadie como él ha hipotecado tanto el futuro de su propio país por obtener un rédito efímero de gravísimas consecuencias inmediatas y a medio plazo.

Que nadie en el PSOE haya antepuesto el bien de España a los intereses espurios de su jefe de filas es desasosegante, y no debe ser olvidado cuando, la próxima primavera, le pidan el voto a extremeños, andaluces, castellanos o aragoneses, abandonados a su suerte por unos diputados sumisos sin otra conciencia que la de mantener su escaño a toda costa.