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Editorial

La violencia política de Irene Montero

La ministra es un síntoma de un problema mayor: la apuesta de Sánchez por la crispación y el asalto sistemático a las instituciones y a la pluralidad social

Podemos nació y creció desde el desprecio a las reglas más elementales de la democracia, a la que negaba con sus pretensiones rupturistas, y subido a un lenguaje agresivo y denigrante hacia buena parte de la sociedad, de sus costumbres y de sus instituciones.

Todo eso sigue presente en el partido, convertido ahora en una especie de Sociedad Limitada que, al margen de sus bases e incluso de sus votantes, actúa como el negocio político privado de un número muy reducido de personas, todas de la confianza de Pablo Iglesias y promovidas por él.

Desde luego es el caso de Irene Montero, por mucho que le moleste: de no tener la relación personal que mantiene con el fundador de Podemos, difícilmente hubiera llegado nunca a ser portavoz parlamentaria, ministra del Gobierno de España y, probablemente, próxima candidata en las elecciones generales, si culmina su evidente ruptura con Yolanda Díaz.

Y es en ese contexto, de populismo agresivo y de interés electoral, donde hay que ubicar los excesos de la ministra de Igualdad, autora de una de las frases más deleznables que se ha escuchado en el Congreso en mucho tiempo, la que señalaba al PP como promotor de la «cultura de la violación».

Nadie tiene derecho a decir algo así de nadie, ni siquiera contra la propia Montero, pero mucho menos quien está logrando, con sus torpes decisiones legales, ayudar a un incipiente número de delincuentes sexuales a reducir sus condenas o a salir de la cárcel.

Y quien, lejos de intentar subsanar el estropicio con humildad, ha añadido al escándalo de origen una campaña burda de ataque a la independencia judicial, a la labor de los medios de comunicación, al trabajo de control de la oposición y al derecho de los ciudadanos a esperar de sus políticos soluciones y no nuevos problemas.

Porque no hay peor «cultura de la violación» que auxiliar a los delincuentes sexuales, facilitando sus fechorías, reduciendo la factura penal y debilitando, a pasado y sobre todo a futuro, la respuesta de la Justicia.

Pero no hay que confundirse. Aunque Podemos y su ministra hayan hecho de la violencia política una seña de identidad, el paraguas que les confiere el Gobierno y la utilización partidista de las instituciones exceden ya del ámbito de una formación concreta y convierten el problema en algo sistémico.

Porque es Sánchez quien ha legitimado a todo el universo antisistema, sea con el sello populista o con el separatista, haciéndole partícipe de la gobernación. Y es también quien ha convertido el acoso o el sometimiento de las instituciones del Estado en una prioridad.

Por voluntad propia o por imposición de sus aliados, lo cierto es que el conjunto del Gobierno lleva, prácticamente desde su fundación, violentando el Estado de derecho; legislando con infinito sectarismo; acosando a los distintos poderes y sembrando la discordia entre la propia ciudadanía.

Montero es un síntoma, sin duda, pero el problema real es Sánchez, promotor máximo de una política maniquea que transforma al simple rival en un enemigo irreconciliable para justificar sus ingentes despropósitos y maquillar sus inaceptables concesiones.