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Editorial

Un sabio sucesor de Pedro

Ha muerto uno de los más grandes papas de la historia. Su pontificado breve, ocho años, deja una huella imborrable

Abandona esta vida terrena un sabio sucesor de Pedro. Pero no nos abandona. Quedan su ejemplo, su Papado y su magisterio. Para siempre. Ha muerto uno de los más grandes papas de la historia. Su pontificado breve, ocho años, deja una huella imborrable. Era un intelectual que no quería ser obispo, menos aún de Roma, dedicado a la vida intelectual, a la teología, a la filosofía, a la música. Pero aceptó el mandato de Dios. Probablemente los mejores años de su vida, se entiende para él, fueron los dedicados entre 1952 y 1977 a la vida universitaria. Acaso el acontecimiento más polémico de su pontificado fue su renuncia en 2013. Desató toda clase de interpretaciones e insinuaciones. Pero la interpretación auténtica, la suya propia, desvanece todas las suspicacias. Renunció por motivos de salud, por su incapacidad para ejercer bien el ministerio que le fue encomendado.

Existe una falsa polémica sobre la condición intelectual o pastoral que ha de tener un papa. No son incompatibles. Ni es imprescindible que un papa sea un eminente intelectual, ni es un inconveniente que lo sea. Lo que tiene que ser es el sucesor de Pedro y, por ello, el guardián del mensaje de Dios. Y no parece que la inteligencia sea un obstáculo para serlo. En ocasiones, se le ha contrapuesto a san Juan Pablo II, otro de los grandes papas de la historia. Siendo distintos, nada más falso. Colaboró muy estrechamente con él y existe una continuidad doctrinal entre ambos. Así lo atestiguan las tres encíclicas publicadas por Benedicto XVI: Deus caritas est (2005), Spe salvi (2007) y Caritas in veritate (2009). Juan Pablo II le encomendó la Congregación para la doctrina de la fe, para los enemigos de la Iglesia algo así como la Inquisición. Y se propagó el falso tópico del papa conservador o reaccionario, la mano de hierro contra toda discrepancia. Tópico por lo demás sorprendente, pues no parece nada más natural que el pontífice sea responsable de conservar el legado de Cristo y no de adulterarlo.

Antes y después de ser papa, fue ante todo un buscador de la verdad y un cooperador de ella. Nos ha dejado textos memorables como el discurso en Ratisbona o uno de sus más grandes libros, Jesús de Nazaret. Promovió un diálogo entre la fe cristiana y el Occidente secularizado. Pensó que no existía un conflicto entre el cristianismo y la modernidad. Por el contrario, las raíces de la modernidad son cristianas. Puede existir un conflicto entre el judaísmo ortodoxo y la filosofía, pero no entre esta y el cristianismo. El cristianismo es la religión del Logos, de la palabra y la razón, es, como expresó en uno de sus escritos, la religión según la razón. Fe y razón no se oponen, sino que son, por el contrario, aliadas. Ambas se iluminan mutuamente. En su fecundo diálogo con el filósofo Habermas, ejemplo de debate entre un laico y un cristiano ilustrados, Ratzinger defendió la necesidad de proponer la existencia de unos fundamentos prepolíticos del Estado de derecho. La democracia no puede fundamentarse a sí misma, sino que necesita fundarse en unos principios morales previos, de naturaleza prepolítica.

Joseph Ratzinger denunció con necesaria frecuencia lo que llamó la «dictadura del relativismo», expresión de apariencia paradójica, pues ¿cómo podrá convertirse el relativismo una dictadura? Y, sin embargo, tiene toda la razón. El relativismo, que aparentemente debería conducir a posiciones débiles, no dogmáticas, puede convertirse en una férrea dictadura.

En definitiva, Dios es amor, pero también es razón. No hay incompatibilidad entre el corazón y la razón. La religión del Logos es también la religión del amor. Benedicto XVI ha sido un papa extraordinario que ha exhibido la humildad del verdadero sabio. Uno de los más grandes pensadores de nuestro tiempo no podía dejar de ser uno de los grandes pontífices de la historia de la Iglesia.