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Editorial

Cumpleaños en el destierro

Hay que permitir la entrada y salida de España del Rey Juan Carlos con absoluta normalidad. Sin tener que dar explicaciones. No hay ninguna democracia en el mundo que impida o dificulte la entrada en el país de uno de sus ciudadanos

Don Juan Carlos ha cumplido 85 años en una especie de destierro oficioso, indigno para él, para lo que representa y para la España que tanto ayudó a democratizar y a proyectar ante el mundo.

Y lo hace sin ninguna causa pendiente, tras haber superado una ristra de acusaciones que, pese a la mala fe política de muchas de ellas, se cerraron sin imputación formal alguna.

El despropósito de «condenar» al exilio al Rey es aún mayor en el contraste con la generosidad política que se tiene, paradójicamente, con quienes quisieron y quieren destruir toda la obra que el conjunto de los españoles levantó desde 1978, con el Rey Juan Carlos I al frente y como principal arquitecto.

Porque la misma España que proscribe a Juan Carlos I es la que indulta a golpistas y deroga sus delitos; acerca a terroristas a cárceles vascas para facilitar su liberación e, incluso, auxilia a delincuentes sexuales con leyes delirantes que agravan el dolor de sus víctimas.

Don Juan Carlos pagó sobradamente, con su abdicación, sus evidentes errores de ejemplaridad, que son ínfimos al lado de sus aciertos. Y lo hizo por responsabilidad, entendiendo que había que abonar esa dolorosa factura para ayudar a la institución encarnada por su hijo y, con ello, a España.

Porque la Corona es, sin duda, el último obstáculo para quienes quieren asaltar la Constitución y adaptarla, por las bravas, a su funesta idea: sea una República populista o una España troceada por los delirios separatistas.

Mantener alejado al Rey Juan Carlos es, por todo ello, una manera de criminalizar la Transición y derruir la letra y el espíritu del 78, del que Don Juan Carlos es su mayor símbolo: la persecución que sufre es la misma que padece España, asediada por partidos antisistema y separatistas, tan perjudiciales para el país como imprescindibles para quien lo gobierna, el negligente Sánchez.

Con 85 años, una edad no muy alejada de la que tenían al fallecer Benedicto XVI o Nicolás Redondo, está en el tramo final de su vida, por buena que sea su salud. Y si falleciera en el extranjero, sufriríamos sin duda un problema de Estado de primera magnitud. Ante todo, hay que permitir su entrada y salida de España con absoluta normalidad. Sin tener que dar explicaciones. No hay ninguna democracia en el mundo que impida o dificulte la entrada en el país de uno de sus ciudadanos. Eso solo ocurre en las dictaduras y es una flagrante violación de los Derechos Humanos.

Porque nadie entendería que, en la misma España que indulta a Junqueras y convierte en aliado a Otegi, a Don Juan Carlos se le «condene» preventivamente para maniatar a la Monarquía y se le obligue a vivir e incluso a morir fuera de la nación que hizo grande.

Sin duda Felipe VI, que es un gran Rey en tiempos muy convulsos, debe tener claro esto y manejarlo con el cuidado y sensibilidad que le pone a todo. Pero es a Sánchez a quien le corresponde darle una solución y defenderla, si acaso se lo permiten sus socios. Que quizá sea ése el gran problema de un presidente intervenido e hipotecado como nadie: tanto como para consentir un despropósito que debe tener fin de inmediato.