Un gran Rey para una España convulsa
Sánchez, Iglesias, Junqueras u Otegi pasarán, antes o después, pero Felipe VI y lo que representa no lo harán nunca, al menos mientras los españoles sigan decidiendo su futuro
Felipe VI cumple 55 años consolidado como un gran Rey en el momento más convulso para la democracia desde que su padre, Don Juan Carlos, fuera decisivo en parar aquel 23F de 1981 donde el sistema recién implantado, la Monarquía Parlamentaria, estuvo amenazado.
El reinado de Don Felipe no ha sido sencillo desde el primer momento, con la abdicación del Rey de la Transición, primera víctima del incipiente populismo que en 2014 ya arreciaba en España y objeto de una persecución que hoy perdura.
Porque las tensiones que el Jefe de Estado tiene que soportar son inseparables de las que sufre la propia España, sometida a un cambalache entre el Gobierno, sus socios y sus aliados frente al que la Corona ha sido percibido como un molesto dique de contención, cuyo derribo se antojaba necesario para desarrollar los planes más siniestros.
El ataque a la separación de poderes, con el Tribunal Constitucional como última víctima; el constante deterioro de la Constitución, cuya modificación a las bravas parece estar en la hoja de ruta separatista y lamentablemente del Gobierno; o la galopante crisis económica, institucional y política que conllevó la llegada de Sánchez componen el paisaje en el que Felipe VI ha tenido que actuar.
Y aunque para muchos su sigilo no es fácil de entender, ha resultado su mejor herramienta para salvar a la institución de los inaceptables desafíos promovidos desde el propio Gobierno y para hacer de él, personalmente, la figura más valorada por la opinión pública española, según todos los estudios de opinión.
Sin duda este Gobierno ha minimizado la figura del Rey e, incluso, la mayor parte de él le ha agredido institucionalmente, en esa deriva antisistema con la que Podemos o el nacionalismo han pretendido y pretenden abrir un nuevo periodo constituyente o legalizar, sin más, la ruptura.
Y el PSOE, con Sánchez a la cabeza, no se ha sumado a esa ofensiva, lo cual es de agradecer, pero no ha hecho nada por frenarla, lo que en la práctica le convierte en un cómplice pasivo de una agresión inaceptable y nada inocente.
Porque un Rey es un símbolo que sintetiza, con su mera existencia, unos valores y unas normas que comparte una sociedad, enlazan con su historia y consolidan un proyecto en común. Y eso es, precisamente, lo que detestan sus adversarios, que lo son también de la propia España.
Seguramente Felipe VI tenga que encontrar la manera, cuando sea el momento, de añadir a su rectitud institucional un papel más activo en la defensa del país en el que reina. Y eso parece inviable con un Gobierno populista, frente al que sobrevivir ya es un logro.
Porque Sánchez, Iglesias, Junqueras u Otegi pasarán, antes o después, pero Felipe VI y lo que representa no lo harán nunca, al menos mientras los españoles sigan decidiendo su futuro. Ése que algunos quieren escribir en su nombre y sin consultarles.