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Editorial

Contra el disparate de la ley trans

El cúmulo de leyes inhumanas que ha aprobado el Gobierno obliga a rebelarse con argumentos, quejas y la exigencia de revertir ya ese despropósito

El Congreso aprueba definitivamente otras dos leyes abominables e inhumanas que, sumadas a la de eutanasia o a la del 'solo sí es sí', generan una profunda zozobra social, atacan a los cimientos del ser humano y provocan estragos irreversibles simplemente inaceptables.

Inaceptable es ese despropósito bautizado como ley trans, un delirio sectario que pretende convertir el género en una elección a la carta, borrando de un plumazo la base del ser humano y apostando por transformar el sexo propio en una decisión caprichosa.

La frivolidad que supone aprobar que un hombre o una mujer cambien de género acudiendo a una ventanilla administrativa para transformarse en lo contrario a lo que es, sin necesidad incluso de cambiar de nombre, se convierte en algo cercano al maltrato infantil cuando la ley se dirige a los niños.

Desde ahora, con 12 años podrán inscribir legalmente su «sexo sentido» con aprobación judicial, y sin ella a los 14. Y desde los 16, ya sin intervención alguna familiar, médica o psicológica; podrán convertir esa metamorfosis administrativa en una anatómica, con tratamientos de hormonación química de consecuencias irreversibles o, incluso, mutilando traumáticamente partes de su propio cuerpo.

Un horror que desprotege a los menores, cuya inmadurez general puede provocarles el llamado trastorno de identidad de género, prescrito por la ciencia, y llevarlos a autolesionarse para siempre: un Gobierno decente debería saltar en su auxilio, para salvarles de su confusión, pero el que tiene España prefiere consolidar ese desvarío y prohibirle a los menores estar acompañados por su círculo de seguridad familiar y profesional.

Que en Escocia haya tenido que dimitir su ministra principal por una ley parecida a ésta, ofrece una esperanza: si la sociedad se rebela, como ocurrió allí, la política renuncia a sus peores intenciones y los delirios de la minoría legislativa acaban siempre derrotados por la movilización de una abrumadora mayoría cansada de tantas afrentas.

Y despropósito es la ampliación del aborto, que el Gobierno parece tratar de poner de moda, como si la maternidad fuera un estorbo y el embarazo una especie de enfermedad que incapacita para el auténtico desarrollo de la identidad y las expectativas de la mujer «verdadera».

Ampliar esta tropelía a las menores de edad para que, desde los 16 años, puedan abortar sin ningún tipo de tutela ni de orientación ni de alternativa, es simplemente salvaje. Y presentar este abuso como una conquista social o un derecho fundamental, una prueba del desvarío ideológico que padecen sus impulsores.

¿Cómo va a ser nunca un avance acabar con la vida, en su estadio más indefenso? ¿Cómo se renuncia a ofrecer a las mujeres una alternativa razonable que les permita renunciar a un acto que contradice la naturaleza, el instinto y seguramente hasta los sentimientos más íntimos de quienes se someten a la desesperada a un trauma sin retorno?

Una sociedad civilizada protege la vida y la promueve, desde la premisa de que nadie renunciaría a engendrarla si tuviera soluciones para esquivar todo lo que le atormenta o preocupa hasta el punto, desesperado, de creer falsamente que lo mejor que puede hacer es renunciar a ella.

¿O acaso los cerca de 100.000 embarazos frustrados no desaparecerían si, por ejemplo, esas madres tuvieran al alcance los recursos, comodidades y salarios de Irene Montero, Ione Belarra o Alberto Garzón, por citar tres partidarios de esta salvajada que han tenido descendientes a la vez que promovían el aborto?

La ola internacional que quiere convertir el aborto en un «derecho fundamental» demuestra la decadencia del sistema de principios que, bajo la capa de una falsa modernidad, sustituyen valores morales eternos por un compendio de modas y usos negligentes. Pero también invita a la resistencia clara, sin ambages ni pudor alguno, desde la certeza de que se defiende lo correcto ante un ataque sin precedentes.

Y mientras eso ocurre, y bien por la presión de la calle o por un cambio en el Gobierno, lo sustantivo es que en España ya es legal atacar la vida en su estado primigenio, cambiar de sexo por capricho o matar a un enfermo con una inyección. Que a este cúmulo de despropósitos lo llamen «progreso» es prueba más del deterioro moral, político, ético y humano de los instigadores de tanta tropelía.