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Editorial

Un Gobierno acabado

Sánchez ha fracasado en todos los frentes y el deterioro que provoca daña a España: es hora de que les deje expresarse a los ciudadanos

La sucesión de errores, escándalos, mentiras e insensateces que acumula el Gobierno de Sánchez no tiene precedentes conocidos en la democracia española, y el caso Mediador es el obsceno corolario de una era lamentable que comenzó con una moción de censura artera y está escribiendo su epitafio de una manera lamentable.

Se mire donde se mire, no hay nada que salvar ni existen razones para ser indulgente o comprensivo, pues incluso en aquellos problemas que no son achacables al Gobierno, éste ha terminado por agravarlos con su inepcia.

La situación económica es terrible, por mucha ingeniería contable que le pongan para disimular una realidad que padecen a diario los ciudadanos: al desbocado IPC se le añaden unos tipos de interés insoportables, generando una tormenta perfecta para la economía doméstica en la que se juntan unos precios desmedidos con un coste crediticio disparado.

Frente a eso, la única reacción del Gobierno es intentar atrapar a segmentos poblacionales con un denso catálogo de subsidios y ayudas que, lejos de despertar a la sociedad, agravan la disparatada fiscalidad, aumentan la deuda y sustituyen un modelo de economía productiva por otro de asistencialismo estatal, preámbulo siempre de un empobrecimiento general.

Si a todo ello se le añade el estropicio generado por leyes tan delirantes como la del 'solo sí es sí', la trans o la del aborto ampliado, el cuadro general no puede ser más deprimente: lejos de atender los problemas objetivos que sufre el país, de enorme envergadura, Sánchez y su Gobierno se dedican a generar otros nuevos antes inexistentes, fruto siempre de su arrogancia ideológica y de la delirante naturaleza de la alianza que lo impulsa.

Que el remate a tanto desastre sea descubrir que, desde el propio Congreso, un diputado socialista ha podido encabezar una red mafiosa de tráfico de influencias, reunida en torno a fiestas con prostitutas y drogas, sobrepasa todos los límites y obliga a apelar a la decencia que pueda quedarle a Sánchez para poner fin a este calvario.

A la incompetencia demostrada le incorpora una debilidad extrema y una falta de control absoluta, dibujando un conjunto de degradación total sin visos de mejorar. Porque si al contexto global, ciertamente complicado en Europa, se le suma la imposible convivencia de una coalición cuyos socios se concentran ya en sus intereses electorales; el resultado solo puede ser el caos y la desvergüenza.

La salida de Ferrovial a los Países Bajos, donde inscribirá su sede fiscal, resume la nefasta acción destructiva de un Gobierno que, a todos sus males, le añade el sectarismo suicida de arremeter contra las empresas para tapar su negligencia y señalar a un culpable falso a quien cargar las consecuencias de sus políticas populistas.

La Presidencia ha de ser un medio para obtener un fin, saludable en términos públicos, y no un objetivo en sí mismo, a conservar en cualquier circunstancia y a cualquier coste. Y Sánchez ha demostrado sobradamente su incapacidad para estar a la altura de su puesto y la inviabilidad de una alianza que le sirvió para alcanzar el poder, pero no para construir algo positivo con él, sustentado en el interés general y válido para atender los múltiples desafíos del momento.

La legislatura está acabada, aunque le quede técnicamente casi un año para terminar de manera formal. Y si Sánchez se empeña en agotarla, solo le servirá para sufrir un calvario y hacérselo sufrir a la sociedad en su conjunto. Si le queda algo de dignidad institucional, lo mejor que podría hacer es disolver las Cámaras, convocar elecciones y permitirles a los ciudadanos que decidan sobre su futuro, ahora oscurecido por demasiados nubarrones.