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Editorial

Un Gobierno contra las empresas es un Gobierno contra los ciudadanos

Sánchez agrede a los trabajadores cuando ataca a las empresas, provocando fugas como la de Ferrovial y debilitando al resto

El traslado de la residencia fiscal de Ferrovial a los Países Bajos, una empresa emblemática de España, rememora tristemente la estampida del tejido productivo de Cataluña durante el infausto «procés», con el que guarda una evidente similitud: cuando la política altera las reglas del juego, debilita la seguridad jurídica, cambia normas caprichosamente y convierte en enemigos a sus mayores aliados, el capital busca refugios donde permanecer a salvo.

Ferrovial no dejará de tributar en España por su actividad local y tampoco se verá afectada su plantilla, pero hace uso de la libertad de movimiento de capitales y personas vigente en Europa para encontrar un anfitrión más hospitalario y sensible a la realidad global del mundo empresarial, tan alejada del delirio intervencionista imperante en España.

La pregunta que un Gobierno sensato debería formularse es por qué, para una empresa nacional o un inversor internacional, puede ser más atractivo instalarse en otro país que en el nuestro y cuáles son las medidas que cabe adoptar para lograr justo lo contrario.

Lejos de eso, Sánchez y sus ministros se han dedicado durante meses a señalar a las empresas como culpables de la crisis que afecta a millones de hogares y, cuando una de ellas ha decido protegerse, a atacarla con ferocidad reprochándole su supuesto antipatriotismo.

Es irónico que un Gobierno sustentado en los antisistema e independentistas, cuyos chantajes de todo tipo se convierten al momento en concesiones, se permita acusar a una corporación con casi 25.000 empleados, una cifra de negocio próxima a los 8.000 millones de euros y un ejemplo de la imprescindible internacionalización que necesita España para competir en un mundo global implacable.

La insensatez de Nadia Calviño, María Jesús Montero o Yolanda Díaz es, pese a todo, coherente con el discurso y las decisiones que ha ido adoptando el Gobierno con respecto a las empresas: subir los impuestos, elevar las cotizaciones, imponerles subidas salariales en plena crisis y estigmatizarlas para tapar la responsabilidad propia en el evidente empobrecimiento de la sociedad española, opuesto al ilícito enriquecimiento del Estado gracias a la inflación.

Y si ese mensaje contra el tejido productivo es siempre irresponsable, mucho más lo es en un contexto de crisis general que a España, además, le atropella con muy poco músculo empresarial: aunque Sánchez habla como si todas fueran multinacionales del IBEX35, la empresa tipo española es pequeña, familiar, con poca plantilla y un autónomo al frente peleando contra las adversidades y la inaceptable carga fiscal y regulatoria que el imponen, a costa incluso de llevarla a la quiebra.

Cuando un Gobierno se dedica a criminalizar a empresarios como Juan Roig o Amancio Ortega, modélicos en su sector, o a reprocharles los precios de los productos sin tener en cuenta sus peticiones, ocurre lo que ha ocurrido con Ferrovial, preludio de lo que harán tal vez otras grandes firmas si Sánchez sigue instalado en un discurso frentista inquietantemente parecido al que tiene devastada a toda Sudamérica. Y la peor opción es el tono autoritario de la vicepresidente Calviño, advirtiendo a la multinacional española de lo «mucho que debe a España». Con amenazas Calviño no va a resolver nada. Lo que hace falta es sacar a España del agujero en que la han metido.

Y frente a la absurda idea de que el Gobierno puede garantizar mejor la calidad del trabajo de los empleados, regulándola por decreto en el BOE, queda la evidencia de que la prosperidad de los trabajadores solo puede llegar si se da también en las empresas. No son enemigos irreconciliables, sino socios y aliados en una meta común que, hoy más que nunca, parece muy lejana.