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Editorial

La violencia es contra la derecha

Las agresiones a Vox y el acoso al hermano de Ayuso cruzan todas las líneas rojas y obligan a posicionarse a los demócratas

Este fin de semana se registró una nueva agresión contra un dirigente de Vox, el candidato a diputado general por Álava, Jonathan Romero, en plena campaña electoral y mientras él desarrollaba pacíficamente su labor junto a varios compañeros.

Los asaltantes quisieron quitarle la bandera de España y le propinaron varios golpes, lo que da una idea de sus motivaciones políticas en un país donde están proscritos y perseguidos los delitos por razón de odio ideológico, muy claro en este caso.

Y sin embargo, nada ha pasado. La rapidez con que, en otros casos falsos como el inexistente ataque a un gay o en la sobredimensionada gamberrada en un colegio mayor de Madrid, se activaron las respuestas institucionales y judiciales; se ha transformado en indiferencia, que es una de las maneras de demostrar complicidad pasiva con el ataque.

En siete años, la formación de derechas ha denunciado casi un centenar de ataques violentos, con escenas probatorias de los mismos grabadas en el País Vasco, Cataluña, Marinaleda, Melilla o Madrid: lejos de encarnar la violencia, como dicen sus detractores sin ningún respeto por la realidad, son víctima recurrente de ella.

Y lo mismo ocurre en otros episodios como el de la inmensa lona patrocinada por Podemos en la capital de España, para señalar acusatoriamente a un ciudadano anónimo inocente por ser el hermano de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso.

Una costumbre, la de apuntar con nombres y apellidos a personas físicas, de la que no se libran tampoco desde hace años empresarios, periodistas y en general cualquier persona de cierta relevancia que no encaje en el corsé sectario de una izquierda radical que hace años era marginal y hoy gobierna y está en las instituciones.

Si el impulso legislativo del Gobierno va dirigido a conformar un espacio ideológico único, los medios que utiliza o consiente redundan en esa intención, incompatible con los valores de tolerancia, libertad y alternativa que caracterizan a una democracia plena.

Porque la persecución no forma parte del derecho a la crítica y aspira a disuadir de la peor manera todo asomo de disidencia a un proyecto con ínfulas sistémicas, dispuesto a eternizarse con el uso espurio de todos los recursos a su alcance.

La democracia se enriquece por el pulso entre opciones distintas, pero se consolida por el respeto de todos a unas reglas del juego que obligan a todos a respetar al rival y no a tratarlo como a un enemigo a derribar.

La tolerancia con Bildu o con ERC, partidos que han parapetado la violencia con distintos grados de manifestación, desde el terrorismo etarra hasta la insurgencia de los CDR; contrasta con la beligerancia hacia partidos que simplemente pueden derrotar en las urnas al Gobierno.

Y lanza un reto a la sociedad, puesta a prueba muy especialmente cuando se trata de defender al que piensa distinto: ¿va a mirar también hacia otro lado cuando agredan a candidatos de partidos a los que jamás votará? Frente a la violencia, en fin, no hay bandos: o se está contra ella o, como parece el caso, se está con ella.