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Editorial

El voto por correo

El daño reputacional ya está hecho, como tantos otros con Sánchez. Pero conviene no incrementarlo con una duda global inoportuna e improcedente

Si algo no le hacía falta a estas elecciones autonómicas y municipales es las sospechas sobre anomalías o retrasos en el voto por correo, cuando no la compra directa en ciudades como Melilla, con un consejero y candidato detenido, o incluso el pánico, infundado pero muy extendido, de un muy improbable fraude electoral.

Todos los temores, fundados o improcedentes, tienen por responsable al Gobierno, que ha actuado tarde y mal o incluso ha tomado decisiones lesivas para la credibilidad del proceso. Porque el empeño en entrar en Indra como elefante en cacharrería, colocando a afines al PSOE en la dirección y el Consejo de Administración de la compañía, presente de manera secundaria en la gestión del recuento, no ayuda en ningún caso a calmar las aguas.

Tampoco lo hacen los procesos de nacionalización exprés de inmigrantes con antepasados españoles; la lentitud en tomarse en serio la escandalosa trama de Melilla o la torpe actitud de Correos con el voto a distancia, que ha necesitado incluso la intervención de la Junta Electoral Central para ampliar el plazo de envío un día, hasta el 25 de mayo. Todo ello compone un paisaje ciertamente inquietante, y más aún por la proverbial injerencia del Gobierno en todas las instituciones del Estado: su asalto a la Justicia, el nombramiento de un estrecho colaborador de Sánchez para dirigir Correos o el INE o los manejos infames del CIS para tratar de inducir el voto de los ciudadanos son antecedentes objetivos que minan la credibilidad de todo y alimentan la legítima suspicacia.

Y, sin embargo, no debe haber razón para temer lo que en el argot popular se conoce por «pucherazo». Los controles del sistema de votación y de cómputo son lo suficientemente seguros como para espantar ese miedo al fraude: si alguien pensara en intentar perpetrarlo, llevarlo a cabo le sería en la práctica imposible por la tutela judicial, la complejidad tecnológica y la supervisión directa de todos los partidos en cada mesa electoral.

El daño reputacional ya está hecho, como tantos otros con Sánchez. Pero conviene no incrementarlo con una duda global inoportuna e improcedente.