Sánchez, contra España
Es intolerable que un presidente sensato recurra a la confrontación en un país construido sobre la convivencia y sólo por ello debe ser derrotado
Los discursos incendiarios de Pedro Sánchez, que quiere convertir unas elecciones democráticas en un enfrentamiento entre dos Españas ya imaginarias que él pretende resucitar, le invalidan política y moralmente como aspirante a reeditar un cargo al que llegó como probablemente termine marchándose.
Esto es, envileciendo la convivencia, alimentando la crispación, utilizando perversamente las instituciones y simulando problemas inexistentes mientras desatendía los reales, cada vez más graves para amplísimos sectores de una sociedad empobrecida y cansada.
Que ahora pretenda convertir los comicios, convocados en pleno verano para huir del ajuste de cuentas que su propio partido iba a hacer tras el desastre del 28-M, en un plebiscito sobre el futuro de la democracia, es surrealista.
Y peligroso: porque alentar el fantasma de una regresión democrática, que sólo él puede espantar, es una irresponsabilidad infame en un país que, hace casi un siglo, se partió y enfrentó cruelmente impulsado por discursos igual de incendiarios.
La única amenaza democrática que sufre España es la encarnada por Sánchez, que ha puesto en almoneda la Constitución, el Código Penal, las arcas públicas, la separación de poderes y las instituciones para contentar a sus aliados, todos contrarios al sistema vigente, y para eternizarse él en el poder.
Sánchez es un peligro público, en términos políticos, porque siempre está dispuesto a cruzar todas las líneas rojas si, con ello, logra una mínima esperanza de sobrevivir al frente de un Gobierno.
Los españoles, felizmente, no suscriben mayoritariamente ese relato de trincheras y enfrentamientos, que perciben como el agónico canto del cisne de un dirigente deplorable, incapaz de vencer con un discurso constructivo y alojado siempre en la destrucción de puentes, consensos y pactos.
Sánchez solo intenta concentrar él todo el voto que aún conserve el PSOE y el de los partidos antisistema que han sido sus socios y volverán a serlo si la aritmética parlamentaria lo permite tras el 23-J. A eso se limita todo su discurso, trufado de las mismas expresiones y acusaciones falsas que cualquiera de los líderes populistas españoles y latinoamericanos han desplegado durante lustros, con unos efectos nocivos para sus países, las instituciones, las libertades y los derechos.
La decadencia de Sánchez no exhibe a un dirigente político que, a la desesperada, recurre a la fractura social para medrar en ese desastre: es la culminación de una carrera que se edificó sobre esa estrategia y va a terminar a lomos de ella.
Sólo cabe apelar a la calma de la ciudadanía, a la sensatez de los partidos de la oposición y a una movilización social en las urnas que coloque a Sánchez, democráticamente, en el lugar que se ha ganado a pulso: en el olvido de su persona y el recuerdo de su legado, para que no se vuelva a repetir. Porque nadie, como él, ha gobernado tanto contra la propia España, sus valores y su formidable deseo de bienestar, paz y convivencia.