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Editorial

Sánchez solo debate cuando está desesperado

El presidente actual ha inducido la mayor regresión democrática desde 1978 y pretende presentarse ahora como garante de lo que ha denigrado

Los debates electorales, en número, fechas, formatos y participantes, deberían estar regulados por ley para que, de antemano, todos los ciudadanos supieran cuáles son sus derechos y todos los candidatos fueran conscientes de sus obligaciones.

Algo que Sánchez, como todos sus antecesores, se han negado a hacer por razones evidentes: solo les interesan ese tipo de confrontaciones cuando se ven perdedores y consideran que con ellos tienen una oportunidad de remontar.

Ésa es la única razón por la que el aspirante del PSOE se ha descolgado con una hilarante propuesta, la de celebrar hasta seis «cara a cara» con Feijóo antes del 23-J, que sobre todo es una confesión de desesperación.

Frente al optimismo artificial del CIS, convertido en una herramienta espuria de inducción del voto y no en un estudio serio sobre las tendencias de los ciudadanos, irrumpe la delación de Sánchez sobre sus expectativas electorales, cada vez más deprimidas y con pocas opciones de mejorar.

Hace bien el PP en rechazar semejante delirio y en aceptar al menos uno de esos debates bipartidistas, que Sánchez declinó en el pasado con su entonces contrincante, Pablo Casado. Pero haría mejor en exigir una regulación y comprometerse a impulsarla desde el Gobierno, para que todos los partidos supieran de antemano cuál es su papel y pudieran ejercerlo con el respeto que sus electores también merecen.

El enésimo truco de Sánchez, que considera la democracia un juego abierto con reglas adaptables a su conveniencia, permite reflexionar sobre el deterioro sufrido en España con él al frente del Gobierno.

Porque si alguien ha evitado los controles e intentado anular los contrapoderes, ha sido quien pretende presentarse ahora como adalid de todo ello por intereses estrictamente personales.

Sánchez ha sorteado el control del Parlamento como nadie; ha acumulado infinitas resoluciones contrarias del Consejo de Transparencia, del Tribunal Constitucional y de la Audiencia Nacional; ha hurtado a los ciudadanos una auditoría formal sobre los estragos de la pandemia; se ha negado a contestar todas las preguntas formuladas en sede parlamentaria sobre asuntos tan cruciales como Marruecos; no ha admitido preguntas en sus contadas comparecencias públicas; ha rechazado conceder entrevistas a medios de comunicación plurales y, entre tantos otros excesos, ha criminalizado a periodistas, empresarios y adversarios hasta puntos incompatibles con el ejercicio de sus funciones.

A todo ello se le añade un asalto reiterado a las instituciones, al objeto de eliminar su condición de obstáculo a un poder excesivo, y una ocupación con fieles de hasta el último reducto del Estado, con la idea de implantar una especie de monocultivo ideológico propio de los países de partido único.

Nada extraño en quien llegó a la jefatura de su propio partido prometiendo a sus militantes una participación en todas las decisiones que, una vez logrado el objetivo, nunca llegó.

No se puede ser demócrata a tiempo parcial ni ejercer la tolerancia en formato fijo discontinuo, como hace un presidente del Gobierno en horas bajas, incapaz de explicarse y debatir con la ciudadanía durante toda la legislatura pero que ahora, al borde de su salida, pretende aprovecharse de ella en lugar de servirla con diligencia, respeto y decencia intelectual.